En las horas previas a la reunión en la cual el Gobierno y la Comisión de Enlace se aprestan a buscar una virtual salida del prolongado conflicto por el cual están enfrentados, algunas señales han sido preocupantes. De un sector y el otro se ha creado una atmósfera política que, por momentos, se ha tornado irrespirable y, por cierto, entorpece aquello que debe primar entre las partes: el diálogo.

Del lado del Gobierno, después de no menos de cuatro largos años de decisiones contrarias a la producción rural, se han notado reiterados y groseros intentos de dividir a la Comisión de Enlace. La presidenta Cristina Kirchner, en lugar de mostrarse conciliadora, ha dedicado, en forma indirecta, varias expresiones críticas hacia el campo. En momentos de tensión como el actual, esa actitud lejos está de ayudar a superar las diferencias.

La Comisión de Enlace, tras el pedido presidencial de ayudar al Gobierno, levantó un paro prácticamente decidido que reimplantó poco después, al conocerse la nueva maniobra divisionista de la Casa Rosada en la que involucró al presidente de la Sociedad Rural Argentina, Hugo Biolcati, por sus reuniones reservadas con el ministro de Planificación Federal, Julio De Vido.

En el ínterin hubo dos hechos de marcada gravedad. Primero, la agresión por parte de productores rurales contra el jefe de la bancada oficialista de la Cámara de Diputados, Agustín Rossi, en Laguna Paiva, provincia de Santa Fe, blanco de huevos y bosta al igual que quienes iban con él. Días después, algo similar ocurrió en 9 de Julio, provincia de Buenos Aires; resultó ser el blanco el jefe de Gabinete del gobierno bonaerense, Alberto Pérez. Son hechos inadmisibles, más allá de la crispación que pueda vivir un sector determinado.

Se trata de inconfundibles señales de una riesgosa extensión del clima de violencia ya instalado en el país, del cual no deben ni pueden hacerse eco aquellos que, en verdad, esperan respuestas en lugar de represalias.

La intensidad del disenso entre ambas partes adquirió una fuerza incontenible a partir del 11 de marzo del año pasado, cuando comenzó la gran protesta rural en todo el país, con cortes de rutas, cacerolas batientes en las ciudades y concentraciones en Rosario y Buenos Aires, por el incremento de las retenciones móviles a determinados productos.

Después del rechazo en el Senado al proyecto de ley con el cual se pretendía llevar las retenciones a un 35 por ciento para la soja, con aditamentos móviles que iban a capturar hasta el 90 por ciento del producido del cultivo, el Gobierno debió poner las barbas en remojo. Esa acertada decisión representó una dura derrota para el oficialismo, que comenzó a ver debilitada su hasta entonces inocultable fortaleza política.

En ese momento, el país y el mundo vivían una situación diferente de la actual. Ambos todavía crecían con fuerza, las commodities (materias primas) tenían precios extremadamente altos y la cosecha 2007/8 lograba un récord de 96 millones de toneladas, con perspectivas de seguir en ascenso.

La confrontación entre el Gobierno y el agro continuó viva, aunque con menor intensidad, hasta que, desde el final del invierno, el país y el mundo cambiaron en forma drástica por las crisis global desencadenada en los Estados Unidos.

Los precios internacionales de las materias primas bajaron en forma sustancial, con costos que habían crecido. La economía mundial ingresó en una aguda recesión que está llegando a nuestras costas con claras perspectivas de llevar el crecimiento anterior a su mínima expresión o de convertirse, lisa y llanamente, en una recesión. A estos índices negativos se suma una formidable sequía que está reduciendo la recolección de granos en unos 20 millones de toneladas, con impacto en la situación fiscal y la economía en general.

Por sus serias inconsistencias de gestión y por su pérdida de credibilidad en el país y en el mundo, el Gobierno acusa ahora una creciente debilidad política, en cuyo contexto tiene lugar una fuga de representantes en el Congreso de magnitud aún incierta, pero de sustancial importancia en un año electoral como el actual.

Es hora de que se evalúen las consecuencias de determinadas actitudes de ambas partes y de que, con la serenidad y la madurez que amerita el caso, ambos se dispongan a dialogar con seriedad de cara a un futuro que, a la vista de lo que sucede en el mundo, no necesita más incertidumbre.

La relación del Gobierno con el agro debe ser motivo de un cambio profundo. En pocos años, un agro que era pujante, dinámico y emprendedor se muestra debilitado, con consecuencias muy negativas para la economía toda y para el propio Gobierno.

No son tiempos para continuar ignorando la realidad ni para mantener tozudamente las reglas de tan contundente fracaso ni, menos aún, para preservar un clima de venganza y confrontación que no tiene una sola arista positiva para la Argentina.

La presidenta de la Nación, en la asunción de sus responsabilidades plenas, debe arbitrar los medios para retomar el rumbo perdido y alentar ese cambio en beneficio propio y, desde luego, del país.