A una legisladora amiga que la llamó alarmada, la Presidenta le habría dicho en esas horas que el rumor carecía de todo fundamento, que era un disparate, una operación de alguien que quería usar la versión insidiosa para lanzar una de esas fantochadas que en la política se llaman "operativo clamor", para reforzar a Cristina en su respaldo y autoridad.

Un dato a considerar: no sólo a una legisladora amiga de Cristina le llegó la versión. También la recibió más de un gobernador kirchnerista, dirigentes opositores y funcionarios de distinto rango, un par de ellos con despachos en la Casa Rosada. Se hablaba de fuertísimas discusiones en Olivos con los hombres más influyentes del gabinete. De una posición muy terminante de Néstor Kirchner acerca del deterioro del poder que significaba el cachetazo formidable del Congreso al rechazar las retenciones. Se mencionaba la existencia de un decreto de renuncia listo a la firma, de la convocatoria a la Asamblea Legislativa y unas cuántas cosas horribles por el estilo.

Al caer la noche el cotilleo se había diluido y sólo quedaba en pie la hipótesis de un cambio en el gabinete, que de tan repetida en algún momento terminará cumpliéndose. Un hombre con acceso a la intimidad de Olivos definió así la jornada: "fue un día espantoso". Nada asegura que los que vienen resulten mejores.

El breve temblor que recorrió el espinel político, al impulso de aquel rumor, podría ser solamente una anécdota. Una más, y ni siquiera la última. Pero levantó vuelo porque estuvo conectado al espíritu de batalla final con que los Kirchner, Néstor y Cristina, encararon el conflicto con el campo. Así terminaron construyendo su más profunda derrota desde que se instalaron en el juego grande.

El todo o nada que plantearon los Kirchner fue una desmesura política. Pero ellos quedaron atrapados en esa, su propia lógica destructiva.

Y no hay demasiado derecho al pataleo por los rumores corrosivos. Desde lo más alto del poder se había apretado a los diputados peronistas disidentes con la amenaza de que Cristina renunciaría si la ley de retenciones era rechazada. Algún legislador de perfil muy alto, algún gobernador también disidente, creyeron que eso podía ser posible. Y de algún modo ayudaron, aunque no con su voto, a que el oficialismo consiguiera aquella estrecha ventaja en Diputados. Pero los aprietes, está visto, no surtieron el mismo efecto en el Senado. Entre otras cosas, porque con el correr de los días el escenario social y político fue de mayor deterioro para el Gobierno. Esto también explica por qué, después del no del vicepresidente Julio Cobos, ayer floreció aquel rumor alarmista.

La parábola kirchnerista en este episodio con el campo, de alcances todavía insospechados, reconoce algunos puntos nodales.

Quizás todo haya empezado en la fragmentación social del voto que hizo presidenta a Cristina, expresión de una sociedad que, aún en proceso de fuerte recuperación después de la gran crisis, no lograba achicar la brecha entre ricos y pobres. Al lado del kirchnerismo, al momento del voto en octubre, sólo quedaron masivamente los más humildes, los más necesitados del auxilio del Estado, los más permeables a la acción de los aparatos políticos. Los Kirchner,a juzgar por sus acciones, leyeron mal esa elección: creyeron haber ganado un plebiscito, atravesando todas las capas sociales.

Planteado el conflicto con el campo, construyeron una antinomia forzada, que profundizó los enconos políticos y sociales. Y que le ofreció a la clase media, que ya se había expresado antikirchnerista en el voto de las grandes ciudades del país, la posibilidad de montarse en el reclamo del campo, potenciándolo. El resultado de esa táctica equivocada fue el constante retroceso en la imagen y el respaldo social del Gobierno.

Después vino la teoría afiebrada de la conspiración golpísta. Fue un sofisma que tomó algunos elementos reales, algunas malas intenciones fácilmente deducibles, para edificar una supuesta conjura que tuvo algo peor que la exageración: la muy escasa credibilidad. El propio Kirchner terminó de sepultar esa hipótesis cuando habló de "comandos civiles" y "grupos de tareas", en su discurso en el acto de Congreso, el martes pasado. La comparación entre quienes cometieron los repudiables escraches contra hombres del oficialismo, y los pelotones golpistas y represores de los años 50 y los 70, sonó a argumento desesperado y extemporáneo. No son atributos que le sumen popularidad y liderazgo a nadie.

Luego de la derrota, mientras se espera hacia dónde se mueve el Gobierno, qué pasa con las medidas de relanzamiento de la gestión que tenía proyectadas, qué sucede con el movimiento del campo y qué con el capital político que acumuló ahora la oposición, el dato constatable es que la desobediencia peronista crece y se multiplica.

Según la evaluación de operadores del peronismo rebelde, Cristina tiene un espacio institucional desde el cual puede recuperarse y tratar de retomar alguna forma de iniciativa. Pero, de acuerdo a esa mirada, la situación de Kirchner al frente del PJ sería diferente: perdió en las movilizaciones callejeras y, lo que es peor, sufrió la desobediencia en sus propias filas. "La conducción de Kirchner se terminó", dicen los desobedientes más fervorosos. Es otra exageración, en esta historia de desmesuras. Pero hay algo cierto: en el peronismo, los perros ya olieron la sangre.