Los gobiernos de los principales países del mundo han manifestado su respaldo explícito al mandatario argentino. No valoran solo lo que hace, sino también el contraste con el gobierno que existió en la Argentina hasta diciembre de 2015. Sin embargo, los mercados lo están castigando como si fuera una versión argentina de Nicolás Maduro o la continuidad de Cristina Kirchner.
¿Qué explica esa contradicción? Si bien la división que provocó la globalización entre el poder político mundial y los mercados (que tienen su propio poder) podría ser una razón, el argumento es muy parcial.
Los economistas ortodoxos se frotan las manos: la historia les dio la razón,
dicen, porque ellos criticaron desde el principio la política gradualista, que
debió ser modificada cuando resta poco más de un año para las elecciones que
decidirán -o no- la reelección de Macri. La verdad no está nunca de un solo
lado. Quizá el error de Macri haya sido el excesivo optimismo con que encaró los
primeros años de su gestión.
Creyó que el crecimiento del país terminaría licuando el déficit fiscal con solo congelar el gasto público en valores constantes. Al aumentar el PBI, caería automáticamente el porcentaje del déficit sobre el PBI. El proyecto habría sido perfecto si todo hubiera ocurrido sin sobresaltos. El problema es que no hay nada más imprevisible que la economía internacional. Aquel programa se convirtió entonces en un riesgoso juego a suerte y verdad, a ganar o morir.
En aquellos planes no figuraba tampoco la profundidad de la sequía, que significó una pérdida para el país de entre 8000 y 10.000 millones de dólares. Ni incluían las dudas del expresidente del Banco Central Federico Sturzenegger, un académico brillante que dejó escapar unos 15.000 millones de dólares de las reservas cuando sucedió la crisis cambiaria de abril y mayo.
Encima, el dólar se fortaleció en el mundo y aumentaron las tasas de interés. Todos los países emergentes sufrieron sus consecuencias, pero la Argentina las padeció aún más porque el gradualismo necesitaba desesperadamente del financiamiento internacional. Los fondos se agotaron porque ya los mercados internacionales estaban hastiados de bonos argentinos en un momento en que los dólares volvían a las economías más seguras, sobre todo a la de los Estados Unidos.
Donald Trump no hizo nada que afectara a Macri, pero sus políticas dañaron la política y la solvencia del único presidente en el mundo que conocía al jefe de la Casa Blanca desde que los dos eran hombres de negocios. De hecho, el gobierno de Washington fue decisivo para que el Fondo Monetario Internacional le otorgara a la Argentina un crédito de un volumen inédito. Pero las peleas de Trump con China y con Turquía inyectaron más inestabilidad en la economía internacional y los capitales se encerraron en las economías solventes.
El caso de Turquía se parece mucho al de la Argentina por su déficit de cuenta corriente (en Ankara, como en Buenos Aires, gastan más dólares de los que producen). La política puede distinguir entre un presidente democrático y un sátrapa sin atenuantes, como es el presidente turco, Recep Tayyip Erdogan, pero los mercados no hacen esa clase de distinciones. La crisis de Turquía golpeó a una Argentina que se estaba levantando del último golpe. Ahora se le agregó también la inestabilidad electoral de Brasil (donde las preferencias oscilan entre un candidato preso y un neofascista), país que es el principal destino de las exportaciones industriales argentinas y el principal socio comercial de la Argentina.
El escandaloso caso de los cuadernos le agregó, además, una secuela inesperada a la economía. Muchas empresas involucradas en la investigación judicial proyectaban participar del programa de obras públicas con recursos estatales y privados. Las empresas privadas iban a recurrir al crédito bancario, pero el protocolo de la mayoría de los bancos les prohíbe darles créditos a empresas comprometidas en causas penales.
No se perjudicaron solo las empresas de la construcción, sino también otras que nada tienen que ver con el caso de los cuadernos. Son compañías que habían programado colocar bonos por varios miles de millones de dólares en el exterior para invertirlos en la Argentina, pero que decidieron postergar las operaciones por la suba del riesgo país, que significa un aumento considerable en la tasa de interés.
¿Es malo entonces que esté sucediendo la investigación judicial más importante de la historia por casos de corrupción? No es malo. Todo lo contrario: gran parte de la vieja Argentina corporativa y propensa a recurrir a los métodos corruptos explica también la constante crisis de su economía.
En ese contexto, nadie sabe ahora cuánto cuesta el dólar. Cualquier cifra es posible para grandes, pequeños o medianos inversores. En julio se compraron para atesorar 3350 millones de dólares, casi tanto como en el peor mes de Cristina Kirchner, octubre de 2011. No se trató de una corrida porque los pesos pasaron a dólares y se quedaron en cuentas de ahorro de los bancos. La sociedad o las empresas no desconfían de los bancos, sino del precio del dólar. Para peor, algunos economistas (y algunos cercanos al oficialismo) atizan el fuego pidiendo un dólar más caro todavía, como si eso no influyera en la inflación y no significara, en los hechos, una caída vertical del valor del salario.
El único mecanismo interno que le queda al Gobierno es la aprobación rápida del presupuesto para 2019. Puede pedir más ayuda externa, pero tanto en el exterior como en el interior del país están esperando un mensaje de sensatez de su dirigencia política.
El presupuesto no se aprobará sin el asentimiento de un sector importante del peronismo, como el que responde a Sergio Massa y los legisladores que tienen como referentes a sus gobernadores. Según el jefe del bloque justicialista del Senado, Miguel Pichetto, los gobernadores peronistas más importantes están dispuestos a contribuir a la aprobación del presupuesto. La cuestión más conflictiva será (o ya es) la propuesta del Gobierno de bajar por un tiempo el nivel de la coparticipación que distribuye entre las provincias.
Esa decisión necesita de una mayoría especial en el Congreso: la mayoría absoluta de las dos cámaras. Es decir, la mitad más uno de todos los integrantes de cada cuerpo, no solo de los que están presentes en el recinto. Son 138 diputados y 38 senadores los que deberán aprobar esa decisión. Al revés que otros años, el presupuesto requiere esta vez que el acuerdo sea previo a la presentación en el Congreso de esa ley fundamental del Estado.
En la era de Macri las provincias recibieron más recursos que durante toda la gestión de Cristina. Ahora casi todas están con superávit o con sus economías equilibradas. Pueden hacer un sacrificio. El conflicto de Macri no es el presupuesto de 2019, sino el de este año. El peronismo se lo enrostra. El presupuesto de 2018 preveía una inflación del 15,7 por ciento (será del 34, con suerte); un dólar a 19,3 pesos (ayer tocó los 32 pesos); un crecimiento del 3,5 por ciento (Nicolás Dujovne acaba de reconocer que habrá una caída del uno por ciento, en el mejor de los casos), y una expansión del consumo del 3,3 por ciento (hasta mayo el consumo cayó un 2 por ciento y se espera un descenso del 4 por ciento entre julio y septiembre).
Es la consecuencia de drásticos cambios en la economía internacional, de errores locales, de gestos de los opositores de Macri (como el proyecto de ley que congelaba las tarifas de servicios públicos) y de la siempre frágil economía de los argentinos. La democracia argentina divagó durante demasiado tiempo entre políticas e ideologías y creyó que todo era posible con simple voluntarismo. El tiempo de los charlatanes se agotó.
Por: Joaquín Morales Solá