La denominada “guerra comercial” entre Estados Unidos y China está en realidad en sus comienzos. Sobre cómo se desarrollará es más lo que no sabemos que lo que sabemos. No podemos precisar si generará una escalada de restricciones comerciales recíprocas extendida en el tiempo, o si después de unas duras pujas y negociaciones, la tensión se dirigirá hacia un nuevo equilibrio.
Una guerra comercial (aunque estuviera basada en razones atendibles), en principio, perjudica a muchos.
Las exportaciones totales —de bienes y servicios— en el mundo crecieron el año pasado 4,7% (el mayor porcentaje en muchos años; y llegaron a US$22 billones) y la Organización Mundial del Comercio (OMC) pronostica para 2018 un alza de otro 4,4%. Tensiones en las fronteras comerciales en las dos más grandes economías impedirían mantener ese alza que alienta la producción mundial, impulsa flujos de inversión transfronteriza y actúa como motor de las cadenas internacionales de valor (estas explican el 75% del comercio internacional, están impulsadas por unas 80.000 compañías multinacionales, forman un gran entramado de empresas que se relacionan de manera sistémica desde diversos países para producir aliadas a través de vinculaciones sistémicas y constantes en el planeta, y necesitan de agilidad en el comercio en frontera).
Estados Unidos y China no son solo las dos más grandes economías del mundo, sino que a la vez son los mayores exportadores/importadores del planeta (ambos suman 25% del comercio mundial) y ellos influyen decididamente en el resto del mundo (China, México, Canadá, Alemania y Japón son los principales socios comerciales de Estados Unidos; y Corea del Sur, Hong Kong, Japón, Estados Unidos y Alemania lo son de China).
La pata local
Una pregunta que podemos hacernos ahora es cómo afectaría la llamada “guerra comercial” a Argentina. Pues si bien es aventurado decirlo (no sabemos hacia dónde se conducirán los acontecimientos), lo primero que puede decirse es que un debilitamiento general del comercio internacional traería algunas noticias no muy buenas: posibles volatilidades bursátiles o financieras, afectaciones en precios de commodities o impactos en los tipos de cambio en el mundo no alientan mayores negocios transfronterizos—que requieren previsibilidad—; y Argentina (si bien apenas representa 0,33% del comercio mundial) depende para su comercio exterior no solo de su oferta sino también de la demanda mundial.
Además, los flujos de inversión internacional (que en 2018 llegaron a US$1,45 billones en todo el mundo) operan muy vinculados a los flujos de comercio internacional y Argentina se ha propuesto promoverse como destino para inversores, por lo que es conveniente un mundo más apacible (Estados Unidos, Japón y China fueron en 2017 los tres principales emisores de inversión extranjera en el mundo).
Pero, debe decirse, también podrían aparecer ciertas oportunidades potenciales. Así, Argentina es un gran exportador de agroalimentos (según la OMC, si se computa a la Unión Europea como mercado único, Argentina está entre los 10 principales exportadores de alimentos y de productos agropecuarios del mundo). Imposiciones de límites por parte de China a productos agropecuarios estadounidenses (aun con posibles menores precios) podrían ser aprovechadas por Argentina si eleva su producción con mejor clima. Si, además, esta tensión comercial se volcara también a Europa (donde Argentina exporta US$8.700 millones de los cuales casi dos tercios son bienes primarios o manufacturados de origen agropecuarios,) Argentina podría sacar algún provecho también allí, adonde la necesidad europea de diferenciarse de EE.UU. en esta materia puede hacerla mirar con mejores ojos al Mercosur. Del mismo modo, conviene observar el devenir de las relaciones de EE.UU. con México, detrás de la misma lógica.
Pero volviendo a los dos protagonistas, deben decirse que curiosamente Estados Unidos y China son para Argentina clientes equivalentes. En 2017 las exportaciones a EE.UU. alcanzaron los US$4.433 millones y las ventas a China llegaron a los US$4.326 millones. Así, son, ambos, los principales mercados después de Brasil en el mundo para las exportaciones argentinas (aunque también ellos tres son los generadores de los más altos déficits comerciales bilaterales para nuestro país). Pero la composición de las exportaciones argentinas a EE.UU. y China es sustancialmente distinta: el 72% de lo exportado al gigante oriental son bienes agropecuarios (sean primarios o manufacturados, preeminentemente basados en soja), y las exportaciones a EE.UU. se componen en buena parte de bienes industriales —químicos, metales y automotores explican más de la mitad—.
Sin embargo, más allá de las disputas comerciales, este es un mundo en el que una nueva bipolaridad lleva a estos dos gigantes a una puja que supera lo meramente arancelario (hay intereses estratégicos mayores en juego entre ambos) y Argentina puede (si ejerce su capacidad política) beneficiarse de la muy buena relación bilateral que mantiene con Estados Unidos (que ya se probó al quedar nuestro país excluido de los aranceles impuestos por EE.UU. a importaciones de acero y aluminio, y también con la influencia de ese país en la decisión del FMI en favor de Argentina).
Ahora bien: un posible efecto más global (pero que impactará en nuestro país) que debe estudiarse en relación con estos escarceos, es el desgaste de la OMC y las instituciones de gobernanza del comercio internacional. Se trata de instituciones del siglo XX, que parecen haber quedado viejas y debilitadas para enfrentar esta nueva complejidad, pero cuya existencia es mas útil para las economías más pequeñas (como la nuestra) que tienen más dificultad para el relacionamiento bilateral con los grandes, fuera de los paraguas multilaterales.
Por lo demás, Argentina será sede y anfitrión de la cumbre del G-20 en unos meses, y esa reunión será más exitosa en caso de menores tensiones que las actuales.
La denominada “guerra comercial”, por ende, opera para Argentina como un fenómeno complejo. La incomodará si afecta el comercio global, aunque le generará ciertas oportunidades en mercados que puedan sufrir efectos de los escarceos.
Un río revuelto no es cómodo, aunque pueda dar fruto a algunos pescadores.
Por Marcelo Elizondo, analista en Negocios Internacionales