Hace ocho meses, el gobierno decidió incumplir una de las promesas de campaña más esperadas en el campo: interrumpir la reducción del 5% anual de las retenciones para la soja. Editorializamos sobre esto, anticipando que la medida implicaría una merma en la producción de soja, con lo que se disiparía parte del efecto recaudatorio esperado.
Fue lo que finalmente sucedió. Al menos, en términos relativos. Maíz y trigo crecieron 50% en el primer año a pleno del gobierno de Macri. La soja permaneció estancada. De manual.
No fue el peor efecto. Más grave fue el daño en el clima de negocios. Haber alterado las reglas de juego sobre la marcha, en un negocio de márgenes tan finitos, provocó daños concretos a quienes habían tomado coberturas en los mercados de futuros descontando que los derechos de exportación del 2017 iban a estar en el 25% y no en el 30%, como finalmente quedaron. Esto hizo –me consta—que un importante player del mercado global de productos agrícolas decidiera postergar una decisión que había logrado consensuar en su Directorio: invertir finalmente en el procesamiento de soja.
Con habilidad, el ministro de Agroindustria Ricardo Buryaile logró que desde el ruralismo se le ofreciera “la gauchada” de aceptar la postergación por un año de la quita. Esto le significó al campo la transferencia de unos mil millones de dólares. Las retenciones totales que pagará el complejo soja alcanzarán a los 6000 millones de dólares.
La razón de la medida es estrictamente fiscal. Pero está sustentada en una idea que tiene mucho arraigo incluso entre los analistas del sector. Se sostiene con frecuencia que si se hubieran eliminado totalmente los derechos de exportación a la soja, nadie hubiera sembrado otra cosa. Y hubiera seguido la “sojización”, muletilla letal amasada por la ideología tecnofóbica. Entonces, la sombra de las políticas activas extiende sus tentáculos sobre la pampa argentina. Caemos con facilidad en la “tentación del bien” que describía con sabia precisión Francesco Di Castri en sus recordadas intervenciones en los Congresos de Aapresid.
Es hora de destruir algunos mitos peligrosos. El tema de la “sojización” está sobrevendido. Nadie niega la conveniencia agronómica y comercial de las rotaciones con cereales. Pero estos argumentos endógenos terminan justificando la exacción. En la era K, se succionaron 75.000 millones de dólares solo al sector soja. Se fueron por el caño, del campo a la ciudad.
Seamos justos. Ahora, por lo menos, se ven obras por todos lados. Es febril el ritmo en muchas rutas cruciales, a nivel nacional y en algunas provincias. Y se arrancó fuerte con el tema hidráulico, donde los años de abandono eclosionaron con el cambio climático. Esta semana Pablo Bereciartúa, subsecretario de Recursos Hídricos, dio cuenta de los avances en la cuenca del Salado, el canal San Antonio (del norte al sur de San Francisco, Córdoba, al Carcarañá), y soluciones nuevas e imaginativas para el complicado sistema de la cuenca sur de Córdoba, norte de La Pampa y oeste de Buenos Aires.
Estas obras permitirán recuperar área y dar más seguridad en una región de extraordinario potencial agrícola. Bienvenidas. Pero para que se aprovechen a pleno, es fundamental que la soja corte amarras y vuelva a crecer. Los contrarios también juegan: sin retenciones, Estados Unidos, Brasil y Paraguay vienen creciendo a los saltos, amenazando el liderazgo argentino en los productos más dinámicos de la agricultura mundial: la harina, el aceite y el biodiesel de soja. Cambiemos.