Alguna vez contó que cuando era adolescente soñó con ser princesa o reina. Y fue las dos cosas. Princesa heredera durante el gobierno de su esposo y reina gobernante en los ocho años de su mandato. Con más vocación por las formas monárquicas que por las republicanas, el protagonismo de Cristina Kirchner (y su propio liderazgo) comenzará a languidecer esta noche.
Sea cual fuere el resultado de hoy (triunfo de Daniel Scioli en primera vuelta o la necesidad de un ballottage en noviembre), lo cierto es que en la política prevalecerán en adelante otros dirigentes. Esa perspectiva cierta no elimina otra certeza: ella resistirá desde el despacho presidencial hasta el mismo 10 de diciembre. "No habrá transición. Gobernaré hasta el último minuto de mi mandato", repitió varias veces en los últimos tiempos.
Sin embargo, una información veraz indica que ya padece un prematuro síndrome de abstinencia de poder. La melancolía comenzó cuando un día vio en Olivos que empezaban a hacer las maletas con los bártulos que le pertenecen y también con los que no le pertenecen. Se desesperó por las cámaras de televisión (nunca hizo tantas cadenas en tan poco tiempo), provocó desde las Naciones Unidas a los países más poderosos del mundo y radicalizó su discurso en la política interna. Su sueño ahora es convertirse en mito. Ser como Eva Perón o como el Che Guevara. Tiene un problema sin aparente solución: el mito requiere de una muerte joven. Y ella ya es una señora grande con los hábitos y los gustos por el derroche de las señoras que viven en los barrios elegantes.
Cristina conservó siempre el estilo personal, pero cambió desde la presidencia las convicciones con las que había llegado. Siempre, en efecto, fue peleadora, confrontativa y provocadora. Pasó por el Congreso y nunca trabó ninguna amistad, salvo una breve cercanía, cuando era diputada, con las también diputadas Elisa Carrió y Alicia Castro. En verdad, la suya es una vida sin amistades. Nadie, ni mujer ni hombre, puede decir que es amigo de ella. Muchas noches en Olivos, cuando sus hijos no están (y no están asiduamente), prefiere cenar sola. La relación con sus colaboradores, aun con los más renombrados, guarda siempre la distancia debida entre un monarca y un súbdito. A su alrededor, todos son satélites que giran en su órbita. Sus ayudantes saben con precisión hasta el momento en que las flores deben ser cambiadas. Detesta el mínimo perfume de una flor marchita. Su relación con los ministros y las mucamas está tan llena de protocolos y costumbres como la de los reyes, viejos o actuales.
De su mal humor fastidioso no se salvó ni su marido. "No se lo digan a Cristina", era un ruego habitual de Néstor Kirchner cuando intentaba evitar una contienda doméstica. Ella le criticó siempre su forma personal de llevar adelante la administración, su poca sensibilidad ante las cuestiones institucionales y su indiferencia por la política exterior. Diciéndolo sin decirlo, hizo su primera campaña electoral, en 2007, prometiendo que enmendaría todos esos errores de su marido. El giro más brutal fue, precisamente, cuando decidió profundizar aquellos errores hasta terminar siendo más nestorista que Néstor. Su marido tenía cierta flexibilidad política, propia de un político al que le costó llegar. Ella no. Cristina consideró siempre su presidencia casi como un derecho divino, que era la fe que sostenía el sistema de las antiguas monarquías.
¿Cuándo cambió? ¿Fue en 2008, después de la guerra perdida con el campo? Cuando sucedió esa batalla fracasada descerrajó, en rigor, la guerra contra Clarín, al que acusó de su derrota política. El fracaso la llevó al borde de la renuncia, pero optó por quedarse para vengarse de los supuestos culpables de su adversidad. El campo sigue pagando las consecuencias de la victoria. Desde entonces desarrolló con una decisión digna de mejores causas un método de reflexión, que ya lo practicaba desde antes, según el cual todos sus conflictos son una obra perfecta de conspiraciones internas o externas. Los problemas que tiene no son provocados por sus actos como gobernante, sino por la malicia de sus enemigos.
Con todo, el giro más importante lo dio después de la muerte de su marido, en 2010. Néstor Kirchner le mostraba, a su modo y a veces de manera oblicua, los límites del poder y le insistía sobre la necesidad de contar con sensores para detectar esos límites. Ni sensores ni límites, dijo después de la abrupta muerte de Néstor. Esa pérdida la catapultó en 2011 a la mejor elección que hizo un presidente argentino. Ningún otro ganó el poder con el 54% de los votos. Apretó el acelerador de su radicalización; consideró a los empresarios una estirpe despreciable (salvo los amigos, claro está); cultivó a una juventud organizada y convencida de que no hay diferencias entre Cristina y Fidel Castro; abrió una grieta cada vez más profunda en la sociedad; intentó colonizar al Poder Judicial (y lo logró en algunas de sus franjas); disciplinó al Congreso como ningún otro presidente lo había hecho antes, y se refugió en una política exterior aislacionista. Tiró por la ventana todas las lecciones de su marido sobre economía y se dedicó a gastar sin tener en cuenta los ingresos. Encontró ministros de Economía que le seguían el tren. ¿Las consecuencias? Que las pague otro. Pareció -y parece- concebir los cambios de la sociedad sólo en términos de la violencia del Estado, ya sea verbal o administrativa.
Con aquel 54% y con nadie al frente, pudo dedicarse a escribir una historia grande que incluyera a todos los argentinos. No pudo con su genio. Prefirió distraerse en una narración pequeña, de pocas verdades y muchas hipocresías, que ahondó el resentimiento de propios y extraños. Excelente oradora en sus tiempos iniciales, al final se enamoró tanto de la televisión que terminó pareciéndose a Mirtha Legrand o a Susana Giménez.
Dicen que se sorprendió cuando se encontró con la fortuna que le dejó su marido. Ella siempre había posado ajena a los manejos del dinero que él controlaba con obsesiva tenacidad. Sorprendida o no, lo cierto es que luego se convirtió en santa patrona de todos los funcionarios acusados de corrupción. Pero el caso que más la inquieta (y preocupa) es la investigación por presunto lavado de dinero en sus hoteles de la Patagonia. Ahí no hay fusibles ni funcionarios. Están directamente imputados la empresa familiar, ella y su hijo Máximo. Metió la mano en la Justicia hasta que desplazó al juez Claudio Bonadio, que llegó a allanar la empresa familiar, y se mostró como víctima de una conspiración por sus políticas nacionalistas. Osciló, en fin, entre el patriotismo y la codicia.
Sólo cedió con sus caprichos ante dos personas. Al detestado cardenal Bergoglio lo borró de su memoria y se convirtió en una incansable papista desde que el pontífice Francisco manda en el Vaticano. Corre detrás de él por toda América latina y presiona hasta lo insoportable por un encuentro con el Papa en Roma. "Eso de viajar a Nueva York desde Buenos Aires vía Roma no es normal", suele decir, irónico, un diplomático argentino. Alude a que una vez se fue a Roma a ver al Papa antes de decir un discurso en las Naciones Unidas, en Nueva York. Esa vez se llevó a toda la dirigencia de La Cámpora con ella y la hizo posar con el Papa. Colmó la paciencia del Vaticano. Desde entonces, los encuentros con el papa Francisco son extremadamente formales y protocolares.
La otra vez que debió ceder fue ante Daniel Scioli, a quien jamás habría elegido como candidato presidencial si hubiera tenido la mínima posibilidad de ganar con otro. Todo en Scioli lo torna ajeno a ella. Sus costumbres, sus amigos, su discurso y su estética. Su opción no era entre lo bueno y lo malo, sino entre la posibilidad de cierta continuidad con un Scioli del que desconfía o la definitiva resignación a entregar el poder a sus enemigos. Una decepción histórica para alguien que soñó con la perennidad de los príncipes y los reyes.