Macri logró al final del día mucho más que lo que se había propuesto. El ballottage es, a su vez, un desafío riesgoso para el candidato oficialista cuando una mayoría social pide, con menor o mayor intensidad, un cambio político después de 12 años de kirchnerismo. Si bien Scioli se impuso anoche por una escasa diferencia, Macri ganó ampliamente en el terreno de las expectativas.
Un Scioli encerrado en la misma celda electoral que Cristina Kirchner, Carlos
Zannini y Aníbal Fernández no podía dar un buen resultado. Scioli, que siempre
fue la cara amable del kirchnerismo, terminó arrastrado hacia abajo más por las
compañías que tuvo que por su propia candidatura. Y él no supo, también es
cierto, marcar con más claridad las diferencias, que existen entre él y esos
laderos que nunca lo dejaron solo.
Cristina Kirchner rumiaba anoche en Olivos que ella había sacado hace cuatro años casi 20 puntos porcentuales más que sus candidatos de ahora. Inútiles. Es injusta, aun cuando es cierto que se registró esa monumental caída de votos del oficialismo. En 2011 ella contaba con la solidaridad social por su reciente viudez, la economía volvía a crecer después de la recesión de 2009 y al frente sólo tenía una enorme fragmentación opositora. Ahora la economía no crece desde 2012, la Presidenta incumplió todas las promesas de su última campaña presidencial y, encima, una parte importante de la oposición encontró una fórmula de unidad que la convirtió en competitiva. El hartazgo social con el kirchnerismo se hizo sentir ayer de manera notable.
Lo peor fue la reacción de Cristina. Nunca imaginó el tamaño de la caída de
la víspera. Reaccionó como suele hacerlo ella: con arbitrariedad y venganza.
Ordenó que no se dieran los datos oficiales hasta que ella dispusiera lo
contrario. La mayoría de esos datos del escrutinio estaban en poder de la
autoridad electoral desde las 21. Nadie debía enterarse de nada hasta que ella
ordenara otra cosa. Muchos argentinos se fueron a dormir sin saber si había un
presidente nuevo o una segunda ronda electoral. La decisión presidencial dice
muchas cosas sobre su módico sentido de los valores democráticos. El sistema
electoral demostró ayer que, aun con sus obsolescencias, puede funcionar. Lo que
no puede funcionar es un sistema electoral controlado directamente por el
gobierno y sus antojos políticos.
Cristina le arruinó una noche fundamental a Scioli, porque volvió a exhibir sin pudor las manías del oficialismo. Ya fue raro que hubieran existido dos campañas electorales distintas desde el mismo partido político. Una la lideró Scioli, con promesas de "normalizar el país", de abrir un ciclo de diálogo político y social, de llevar más racionalidad a la economía y de reconciliarse con todos los países del mundo. La otra la llevó adelante Cristina Kirchner, con su eterno discurso de confrontación política y social, de intransigencia en sus postulados económicos y de aislamiento internacional. Peor: ella anticipaba que el gobierno de Scioli sería como ella decía que sería. El resultado no podía ser otro que el fracaso y la decepción, que es lo que sucedió anoche.
En la mañana de ayer, cuando ya Scioli comenzaba a preocuparse con las
primeras encuestas en boca de urna, que pronosticaban el ballottage, un viejo
amigo le aconsejó que pusiera especial atención en el discurso de la noche.
"¿Qué creés que debo decir?", lo consultó Scioli. "Alejate de Cristina. Con ella
al lado no ganarás el ballottage", le contestó el amigo.
Cerca de las 22, Scioli habló para reconocer de hecho, y sin decirlo, que habría segunda vuelta en noviembre. Fue ciento por ciento Scioli. Anunció, reabriendo su campaña electoral con miras al ballottage, políticas anticristinistas para aferrarse en el acto a Cristina.
Adelantó, por ejemplo, que se ocupará de resolverles los problemas a los productores rurales, los eternos enemigos de la Presidenta, para continuar afirmando que defenderá "las columnas de este modelo".
¿Y qué es, si no, la guerra perpetua con el campo una columna del modelo gobernante? Construyó, en definitiva, casi un oxímoron dialéctico entre la cercanía y la distancia con Cristina Kirchner.
Cristina tiene buena parte de la culpa de lo que pasó anoche. ¿Por qué el capricho de hacerlo cargar a Scioli con el nombre de Zannini en la fórmula? ¿Y por qué Scioli aceptó esa carga? ¿Por qué Cristina se obstinó con la candidatura a gobernador de Aníbal Fernández, a quien habría podido bajar como bajó a tantos otros? ¿Por qué, si con Aníbal el oficialismo hasta chocó con la crítica pertinaz de la Iglesia del papa Francisco? ¿Por qué, si en lugar de Zannini pudo estar otro candidato a vicepresidente que expresara de algún modo las aspiraciones de cambio de la sociedad? ¿Por qué Cristina no lo dejó a Scioli que hiciera su propia campaña sin meterse ella en la foto electoral? Los caprichos se pagan en algún momento. Los pagó.
La Argentina nunca vivió una segunda vuelta electoral en elecciones presidenciales. No hay experiencia sobre eso. Todo puede suceder, por lo tanto. Pero lo cierto es que el ballottage no se reduce a una suma y resta de la primera vuelta. Es una elección distinta, en la que influyen detalles que ni se tuvieron en cuenta en la primera ronda. Será una elección, en primer lugar, que tendrá sólo dos candidatos, Scioli y Macri, y que deberá dilucidar qué espolea más al electorado: si la vieja confianza de una mayoría social en el control del poder por parte del peronismo (el porcentaje ronda en esa cuestión el 60 por ciento de los votos) o si prevalece el amplio anhelo social (de más del 60 por ciento, según los votos de la víspera) de un cambio claro en la conducción del poder.
Macri llegó, con sólo obligarlo al todopoderoso kirchnerismo al primer ballottage presidencial en la historia del país, más lejos de que lo él mismo imaginó cuando decidió abandonar los negocios familiares para meterse en política. Llegó, además, con una cifra no prevista por ninguna encuesta, ni siquiera las del propio Macri. Con todo, el líder de Cambiemos deberá romper una imperceptible y certera frontera ideológica o política que les impide a muchos votarlo.
Tal vez se deba, como dice Macri, a la intensa campaña desplegada contra él durante más de una década por el kirchnerismo. Las cuestión es que aquella frontera existe. Macri está pensando ahora en anunciar un gobierno de coalición nacional, que incluya al peronismo y a otras fracciones políticas que no figuran entre sus aliados actuales, para conjurar el fantasma que lo persigue.
Sólo en la noche del miércoles pasado, las encuestas que medían la intención de voto día a día comenzaron a percibir un crecimiento de Macri. Hasta entonces, todo estaba estancado y Scioli figuraba con más probabilidades de ganar en primera vuelta. Pero algunos votantes indecisos y de Sergio Massa empezaron a girar hacia Macri, quizá porque era el único que estaba en condiciones de forzar una segunda vuelta. Ninguna encuesta descubrió la dimensión del vuelco social hacia el candidato opositor.
No fue lo único que sucedió ayer. El peronismo perdió la provincia de Buenos Aires, capítulo que por sí solo escribe una historia nueva en la política nacional. También se derrumbó en varios municipios importantes del conurbano bonaerense. Muchos barones dejaron ayer de contar con los privilegios de la nobleza. Lo mismo le pasó al gobernador de Jujuy, Eduardo Fellner.
El problema de la actual conducción del peronismo no son sólo esas bajas, sino sus consecuencias. Los demás dirigentes peronistas empiezan a creer que la guillotina se acerca peligrosamente y que va por ellos. La incertidumbre del poder es la peor compañía para cualquier peronista.