Daniel Scioli, Mauricio Macri y Sergio Massa deberán enfrentar dificultades similares, serias e inevitables, si logran convertirse en sucesores de Cristina Fernández. Alcanzar esa meta implicará desafíos diferentes para cada uno de ellos. El candidato K parece estar a un tiro. El líder del PRO tiene que forzar primero un balotaje. El postulante del Frente Renovador no dispone de otra alternativa que remontar la cuesta más empinada: debe desplazar al macrismo de su papel de principal retador, esperar que Scioli no arranque diez puntos de ventaja y recién esperanzarse con la segunda vuelta del 22 de noviembre. Todos esos misterios empezarán a develarse o se develarán definitivamente con las elecciones de hoy.
El horizonte que aguarda a los pretendientes sería casi el mismo. Estarán obligados a convertir su legalidad inicial en una rápida legitimidad de gestión. También, en construir liderazgos o conducciones que consoliden la confianza de la sociedad y marquen diferencias con el hegemonismo y la escuela autoritaria que caracterizaron a Cristina. Esa gimnasia tendrán que practicarla sobre un campo minado. En especial, la espesa herencia económico-social que dejará el kirchnerismo, con una acumulación de múltiples desequilibrios.
Mirando el cuadro en profundidad se podría arriesgar, tal vez, un pronóstico. La democracia argentina pondrá de nuevo a prueba su gobernabilidad con formato distinto al de la hegemonía de poder. Se trataría de una materia pendiente en estos 32 años inaugurados por Raúl Alfonsín. Cabría recordar con pesar una realidad: los únicos gobiernos que en todo aquel tiempo llegaron con cierta normalidad a puerto, aunque dejando siempre un formidable lastre, fueron los de Carlos Menem y del matrimonio Kirchner. El ex caudillo radical anticipó su salida por la hiperinflación; Fernando de la Rúa se derrumbó por la explosión económica y política; Eduardo Duhalde adelantó el llamado a comicios durante su gobierno de emergencia corrido por dos crímenes.
Los focos más potentes estarían ahora posados sobre Scioli. Porque el candidato K se impuso en las primarias con una ventaja considerable aunque no decisiva sobre Macri. También, porque su tránsito de campaña estuvo signado por las intrigas y tensiones con el ultrakirchnerismo que a desgano lo acompaña. Y un comportamiento de Cristina que, en términos políticos, distó de ser generoso con él. Apenas una vez (en Santa Cruz) agitó su nombre como candidato propio. No estuvo en su acto de cierre pero se hizo presente, con una filmación y un mensaje, en la clausura de los candidatos a diputados de la Capital. Allí asomaron Axel Kicillof, su discípulo dilecto, y la embajadora Nilda Garré, entre varios.
Ese ultrakirchnerismo (Carta Abierta lo blanqueó el jueves) anticipó que aunque Scioli sea presidente continuará reportando al liderazgo de Cristina. La vuelta de página de la historia parecería inevitable: ¿intentará repetir el ultrakirchnerismo la teoría del poder bifronte que el país atravesó en los 70 con infaustos resultados? ¿Volverá a trasladar sus diferencias y peleas a la esfera del Estado y del poder? Los interrogantes no serían tranquilizadores. Menos en un ciclo en que la estructura estatal ha sido invadida por el cristinismo.
Aquellos talibanes K confían también en el hipotético papel de Carlos Zannini como cancerbero. El candidato a vicepresidente se ha mantenido mudo frente a las provocaciones internas contra Scioli. Pero supo ser contemporizador con él. Esa conducta, a lo mejor, generó confusiones en torno a su lealtad con Cristina. Confusiones sin demasiado fundamento. El secretario Legal y Técnico no se apartará de ella. Y si bien mostró bastante plasticidad política desde que se coronó candidato y cohabitó con el pejotismo, no parece dispuesto a transar con su matriz de pensamiento que poco tiene que ver con el peronismo. Está convencido de que hace falta ese viejo movimiento para ganar la elección. Después se verá.
La conducta de Zannini habría estado en sintonía los días finales de la campaña con la de Cristina. La Presidenta supo mostrar dos caras. Una en privado y otra en público. Llamó cada mañana a Scioli para saber cómo estaba y preguntarle si necesitaba algo. “Que ella saliera de la escena”, confió un asesor fastidiado del gobernador. Esas palabras jamás habrían sido pronunciadas por Scioli. Cristina siguió con su libreto y casi ignoró al candidato en sus apariciones.
Scioli, como Macri y Massa, pretendió reemplazar sus carencias ladeándose con posibles ministros y asesores. Mezcló peronistas-sciolistas con kirchneristas y algún ultra K. Aunque sus gestos de mayor autonomía no se habrían asentado allí. El candidato anunció que si llega al poder designará al dirigente Guillermo Francos en la embajada en Washington. Un hombre que fue director del Banco Provincia y alumbró en el escenario en tiempos de Domingo Cavallo. Ese perfil concordaría muy poco con el de la actual diplomática, Cecilia Nahón, enviada por Kicillof. También adelantó que Mario Blejer, el ex presidente del Banco Central y asesor en el FMI (Fondo Monetario Internacional), recalaría en Londres. Ese destino es ocupado ahora por la ultra K Alicia Castro, amiga de Cristina y nostálgica de Hugo Chávez. Su política exterior podría adquirir entonces un sesgo distinto al de los dos últimos mandatos K. Orientada, tal vez, a abordar el primer gran conflicto que tendrá por delante si se convierte en mandatario: el que persiste con los fondos buitre. Una exigencia para comenzar a ordenar el pandemonio económico. Los talibanes fruncen la nariz. Otro pleito podría estar en ciernes.
El ultrakirchnerismo, pese a todo, divulga que Scioli dispondría de parte de ellos de un crédito político que se estiraría seis meses o un año. El segundo sería preparatorio para las legislativas del 2017 en las cuales soñarían con empinar a Cristina como senadora. El gobernador de Buenos Aires deberá exhibir destreza para sortear esos obstáculos y, al mismo tiempo, consolidar un poder que le pertenezca sin fragmentaciones.
Massa se escudó para su aventura electoral, sobre todo, en José Manuel de la Sota y Roberto Lavagna. Macri elevó al senador Ernesto Sanz, para intentar coagular el voto radical de su alianza, y paseó junto a sus dos figuras más taquilleras: Gabriela Michetti, candidata a vicepresidente, y María Eugenia Vidal, que peleará la posesión de Buenos Aires contra Aníbal Fernández.
Esa última elección obedeció a varias razones. Vidal fue la postulante más votada en Buenos Aires en agosto y capeó el bajón de Macri en el distrito después del escándalo que derivó en la renuncia de Fernando Niembro. Ese bajón pudo explicarse además por el trazado vacilante que tuvieron varios tramos de su campaña. También se propuso sacar provecho del contraste con su rival principal. Scioli y Aníbal aparecieron casi divorciados. Apenas juntos en el cierrre de la campaña. El jefe de Gabinete se refugió en su publicidad y el soporte que le brindó La Cámpora.
Macri también enfrentaría una parva de dilemas. Si consiguiera ingresar al balotaje, estaría conminado a abandonar el purismo que siempre le aconsejó Jaime Durán Barba, su numen. Habría llegado quizás la hora de arrimarse a Massa. Aún en la derrota, el candidato del FR vería aumentar la cotización política de sus acciones. Sus votos también servirían a Scioli para evitar el posible naufragio.
Sin el balotaje, Macri tendría que resetear el futuro. Afrontará al menos tres problemas: no poseerá el timón de la Ciudad que quedará a cargo de Horacio Rodríguez Larreta; tampoco estará en condiciones de ofrecer a su crecida tropa otras playas de poder; habría que ver cómo se las arregla para sostener la conducción del PRO desde el llano.
Los enigmas que envolverían a Scioli, Macri y Massa estarían denunciando una falencia crónica de esta democracia. Que se conserva siempre atada con alambre o prendida con alfileres. Como se prefiera. Aquella falencia radica en la inexistencia de partidos o en su articulación escuálida sólo en torno a individualidades. El radicalismo continúa en una crisis honda, el pejotismo subsiste en la oxidación y el PRO pareciera replicar, como los anteriores, cierta lógica movimientista. Ni la reforma constitucional de 1994 ni el cambio del sistema electoral del 2009 con la incorporación de las PASO –impulsado por los K y avalado por la oposición– atenuaron el problema. Tal vez, porque fueron maquinados sólo para saciar necesidades políticas de coyuntura.
Es verdad que los sistemas partidarios atraviesan situaciones críticas en casi todos los países del mundo. Pero en muchos, incluso en la región, encontraron algún anclaje. Basta para corroborarlo con repasar, por caso, las experiencias en Brasil, Chile y Uruguay.
Aquella debilidad de la democracia explicaría, en parte, la distancia y el disconformismo persistente que suelen reinar entre la sociedad y su clase dirigente. Esa brecha originaría muchas veces contradicciones significativas como la que supo señalar en campaña Margarita Stolbizer. “Hay hipocresía cuando se condena a la corrupción pero se vota a los corruptos”, disparó.
Quizás la elección de hoy no sólo sirva para votar a un presidenciable. Sería una buena ocasión también para que la sociedad pueda interpelarse sobre sí misma.