En su libro El Economista y La Política, William Hutt analiza cuál es la función de los economistas que participan de la política. Resulta bastante claro que, muchas veces, los economistas terminan formulando propuestas económicas que se acomodan a los deseos de los políticos. Normalmente este comportamiento obedece a que los políticos suelen decir que tal o cual medida económica es políticamente inviable. Ante esta afirmación los economistas suelen acomodar la medida económica al gusto del político para hacerla políticamente viable, por más que la corrección sea una gigantesca payasada.
Dice Hutt en una parte de su libro que muchas veces los economistas terminan asesorando a los políticos para que éstos terminen actuando como si no hubiesen sido asesorados por economistas. En otras palabras, si el economista acepta las llamadas restricciones políticas, lo más probable es que el político haga lo que le parece y como si nunca hubiese consultado a un economista.
Es fácil para nosotros, los economistas, criticar a los políticos por ineptos, pero la realidad es que dentro del gremio ha habido cada economista en la función pública que mejor perderlo que encontrarlo. Ya sea por blandos, por baja capacidad profesional o solo por permanecer cerca del poder, muchos colegas han sido responsables de la decadencia económica argentina.
Más de una vez algún economista ha aceptado la restricción de lo “políticamente inviable” y terminaron creyendo que podían sustituir una medida de reforma estructural con algún artificio financiero, monetario o cambiario. En la década del 80 terminamos en la hiperinflación porque creyeron que los artificios financieros del Banco Central, manejando el endeudamiento, la tasa de interés y el tipo de cambio era un sustituto de la baja del gasto público para equilibrar las cuentas del estado. El resultado fue que el 6 de febrero de 1989 el BCRA se quedó sin reservas, dejó de vender dólares para sostener artificialmente bajo el tipo de cambio, llevándonos de cabeza a la hiperinflación.
Durante el gobierno de De la Rúa se creyó que el endeudamiento como el blindaje y el megacanje eran sustitutos de las reformas estructurales, en particular la baja del gasto público. Lo echaron a Ricardo López Murphy por proponer una baja del gasto de U$S 3.000 millones porque era políticamente inviable y a los pocos meses, más precisamente en julio de 2001, terminaron bajando las jubilaciones y los sueldos de los empleados públicos bajo el nombre de la política de déficit fiscal cero. Pero la diferencia entre lo que proponía Ricardo López Murphy y lo que se hizo en julio de 2001 es que López Murphy proponía una reforma del estructural del estado que permitiera bajar el gasto para equilibrar en forma ordenada las cuentas del sector público, en tanto que el déficit cero no implicaba una reforma estructural del sector público sino una baja horizontal para equilibrar las cuentas, es decir sin establecer prioridades en el gasto para dejar de gastar en lo que no era función esencial del estado y así disminuir las erogaciones.
El dato relevante es que por no hacer oportunamente las reformas estructurales de fondo por considerarlas políticamente inviables, primero se terminó en un recorte del gasto desordenado pero que tampoco alcanzó y finalmente llegó Duhalde bajando el gasto público de la manera más torpe, generándole un alto sufrimiento a la población con la devaluación y la llamarada inflacionaria correspondiente para licuar el gasto público. En otros términos, lo políticamente inviable que proponía Ricardo López Murphy era menos cruento, más equitativo y menos doloroso para la población que el zafarrancho que terminó haciendo Duhalde con la devaluación.
¿Puede uno afirmar que es políticamente más viable hacer el zafarrancho que hizo Duhalde, que bajar ordenadamente el gasto público? Posiblemente así sea. En Argentina los políticos parecen no hacer las cosas por las buenas sino por las malas.
Planteo este punto porque todos sabemos que el kirchnerismo deja un fenomenal problema económico y, particularmente, un gasto público récord con una presión impositiva que asfixia a la gente. Estos dos problemas habrá que enfrentarlos por las buenas por las malas. Por las buenas es ir preparando desde ahora un claro plan de reducción del gasto y de la carga tributaria y no esperar que el estado se quede sin financiamiento y volvamos a utilizar la vieja receta de licuar el gasto público con una llamarada inflacionaria. Receta que no sirve porque la llamarada inflacionaria no elimina el gasto inútil. El despilfarro en ñoquis, fútbol para todos y demás delirios no desaparece, solo se lo licua pero sigue vivo. En cambio, una baja del gasto público que lleve a una reforma estructural fortalece las funciones propias del estado (seguridad, justicia, etc.) y elimina aquellas que no son función del estado. No solo hay que buscar el equilibrio fiscal. También hay que lograr la eficiencia en el gasto. No gastar en cualquier estupidez que le pase por la cabeza al populista de turno.
Justamente el desafío del próximo ministro de economía, si es que no es k y quieren recuperar la economía argentina, consiste, en parte, en convencer a los políticos que lo que ellos consideran políticamente inviable es viable y menos doloroso, y lo que ellos consideran políticamente viable termina siendo una gran perjuicio para la sociedad.
Si el kirchnerismo llega a su fin de ciclo, el gran desafío del equipo económico que asumirá el desastre que dejarán los k será convencer a la dirigencia política que es mejor hacer las reformas y los recortes de gasto en forma ordenada y con criterios de prioridad que recurrir a la vulgar licuación del gasto que no resuelve nada de fondo y, como monstruo de mil cabezas, cada tanto reaparece conduciéndonos a una nueva crisis inflacionaria, pérdidas patrimoniales y sufrimientos en la población.
En definitiva, esperemos que los economistas, en el futuro, no asesoren a los políticos para que actúen como si nunca hubiesen sido asesorados por los economistas. Por una vez en la vida hagamos las cosas bien, educando, sobre todo, a los políticos, para que entiendan que, lo que ellos consideran políticamente inviable, termina siendo no solo políticamente viable, sino también la mejor opción para la población.
Fuente: Economía para Todos