En uno y otro caso, durante los inevitables epílogos, todo lo que debe bajar (colesterol, presión y déficit fiscal) sube y todo lo que debe estar alto (calcio, empleo y consumo) baja. Todo lo que debe mantenerse chico se agranda (próstata, inflación y recesión) y todo lo grande se achica (músculos, estatura y reservas). Todo lo blando y flexible se endurece (arterias, articulaciones e ideología) y todo lo que debe ser duro se afloja (huesos, dientes y ética). Esta visión geriátrica de la política resulta pertinente, puesto que la única duda que cruza hoy el escenario nacional es si el kirchnerismo, antes de reencarnarse en futuras vidas, tendrá una vejez digna o una decrepitud penosa.
Distintas señales de esta semana -cifras, hechos, gestos, gritos y susurros- van abonando la impresión de que el desmoronamiento político se acentúa y que la crisis económica no tiene fondo. En estos pocos días se supo, por ejemplo, que los alimentos habían subido un 20%, que las naftas habían trepado hasta un 44%, que las facturas de gas venían con incrementos promedio de 300%, que el intercambio comercial con Brasil había caído un 22%, que la producción de autos se desplomó 34% sólo en el mes de agosto, que la inflación anual rondará el 40%, que cierran empresas y comercios, y que la demanda de dólares marca nuevos récords. La propia Cristina Kirchner abonó una cierta sensación dramática al anticipar insólitamente en septiembre los posibles saqueos y revueltas de fin de año. Pretendía embretar a los líderes sindicales desobedientes y de paso curarse en salud, pero lo que terminó revelando sin proponérselo es algo que se comenta en voz baja por los pasillos de Balcarce 50: un temor creciente a que esta decadencia no asumida produzca una combustión social.
A riesgo de ser anecdóticos, vayan algunas reflexiones que empiezan a oírse hasta en el mismísimo campo simbólico del cristinismo. Comencemos por la cultura. Un visitante ilustre, que ha simpatizado con algunas políticas de Néstor Kirchner, trazó estos días un diagnóstico desde el sentido común: "Me alarma la inflación desmesurada y el grado de violencia que hay otra vez en las calles, y en las villas -dijo Joaquín Sabina-. Y el problema con los fondos buitre. Particularmente en ese caso, estoy bastante de acuerdo con el Gobierno, pero me parece que carecen de diplomacia. Falta sutileza para tratar el tema. Y pasa lo que siempre pasa con los gobiernos peronistas. Que han dividido mucho. Es una pena muy grande que eso suceda". Por su parte, el filósofo José Pablo Feinmann, intelectual que acompañó los procesos impulsados por la gestión del Frente para la Victoria, se atrevió a decir que le disgustan muchas cosas que pasan en la Argentina. "Creo que Boudou no tiene condiciones para vice ni las tuvo nunca. Y el kirchnerismo eligió muy mal: es muy joven, muy jodón, viene de la Ucedé, le gustan las motocicletas y las minas. Boudou, salí y aclará tu situación rápido, frente a la sociedad, claramente y sin demoras". Otro insospechable, el ideólogo de un modelo que nunca llegó a practicarse con eficiencia, hizo una valoración crítica del momento. "La falta de dólares y el deterioro de la situación fiscal han generado un cuadro de expectativas negativas que estimuló la inflación y la fuga de capitales", se lamentó el economista Aldo Ferrer. Alguien que fue aliado clave hasta ayer nomás, Héctor Méndez, representante del sector económico que los kirchneristas reivindican y que supuestamente han venido a fortalecer, suspendió los festejos del Día de la Industria, manifestó la enorme tristeza que impera entre sus colegas por la crisis y arremetió contra la tropa legislativa del oficialismo, que con "obediencia debida" anda votando para meterle mano a las empresas con la ley de abastecimiento.
Ensimismado en la Burbuja Kicillof, el Gobierno parece por primera vez sordo a sus propias voces; también vetusto, pasado de moda, sin ocurrencias ni aliento, soterradamente desmoralizado. El truco barato de los buitres como culpables de todos los males fue un respirador artificial para un enfermo que ya boqueaba. Pero esas terapias extremas no sirven más que como paliativos; de ninguna manera constituyen una solución de largo plazo.
El espectáculo se vuelve más que perturbador cuando dos jueces federales (Servini y Oyarbide), cada uno por causas y con intenciones distintas, suben voluntaria o involuntariamente a la agenda los vínculos del kirchnerismo con la mafia de los medicamentos, el tráfico de efedrina y el mundo los narcos internacionales, asunto de una inusitada gravedad institucional, que en esta sociedad abotagada y cobarde todavía no produce asombro ni escalofríos.
Mientras tanto, surgen acciones gubernamentales que sugieren la senilidad política. En el patio de su planeta feliz, el jefe de Gabinete arroja cada mañana una frase para la antología del dislate: este martes decretó que se había erradicado la pobreza dura. El vicepresidente de la Nación, como ya se vio, es aquel tío travieso y pecador que hace muecas en la punta de la mesa. El secretario de Seguridad es el impostor engominado que llega a la fiesta familiar disfrazado de vigilante, y que se excusa diciendo cumplir órdenes de la jefa del clan, una dama llena de principios rígidos, que se vuelven convenientemente laxos y gomosos al compás de las encuestas. Los chicos camporistas corren por el Estado como niños tiranos, comprando juguetes y apoderándose de cajas contra reloj, mientras los honestos funcionarios de carrera de la administración pública sufren en silencio. El equipo kirchnerista parece ese personaje gagá que hace papelones obscenos en los bautismos.
El último papelón fue anunciar el repliegue de 5000 efectivos de la Policía Federal que custodian varios barrios de la ciudad de Buenos Aires. ¿Qué sentido político real podía tener una medida tan extemporánea? ¿Perjudicar a Mauricio Macri, castigar a un distrito que se mantiene adverso a los efluvios del kirchnerismo? ¿Quién le acercó esta peregrina idea a la doctora? ¿Su inefable heraldo del helicóptero? ¿Este Kicillof de la calle le habrá explicado que si persiste con esta ocurrencia los primeros cadáveres ensangrentados de la inseguridad porteña caerán impiadosamente en el living del despacho presidencial? Se puede estar de acuerdo o en desacuerdo con el Gobierno, pero hay un punto innegable: antes no cometía tan gruesos errores de cálculo. El sistema de toma de decisiones es hoy impulsivo y tambaleante, y parafraseando al gran Cerati, ha entrado "en un lento degradé".
Es sabido que a los estadistas el poder los envejece a una velocidad de miedo; también que les cuesta aceptar su propia declinación: al principio gobiernan con los mejores, luego con los amigos y al final con los que quedan. Parecen esos veteranos jugadores a quienes sólo los retiran las lesiones a repetición, o esos hombres mayores que no aceptan su edad y caen en los ridículos del viejazo. El hecho de carecer de una heredad electoral aumenta ese anquilosamiento: para un proyecto agotado y sin más salida que una retirada, ejercer el poder es lo mismo que jugar al pool con una cuerda y querer hacer carambolas de campeonato. Quizá tenga todavía, sin embargo, la oportunidad de canjear una decrepitud triste por una vejez elegante. Ojalá pueda hacerlo. Por el bien de todos.