CARACAS.- El periodismo padece en Venezuela la peor crisis de su historia, fruto de una guerra iniciada hace tres lustros, cuando el difunto Hugo Chávez, aconsejado por Fidel Castro, eligió a sus dos primeros enemigos: el imperio norteamericano y los medios de comunicación. Hoy está muy claro que la grave crisis política, ética y económica que atormenta a Venezuela no es culpa de los gringos ni del periodismo. Pero los medios y sus profesionales sufren las consecuencias.
En principio, el control de cambios y su perverso manejo ponen en juego la sobrevivencia de diarios y revistas por la falta de papel, tintas y planchas, que no se producen en Venezuela, pero cuya importación se entorpece con el retaceo de divisas. A la vez, dada la asfixiante situación de la industria, el comercio y los servicios, hay una grave crisis publicitaria en todos los medios independientes, incluyendo la radio y la televisión, lo que atenta contra su éxito económico: única garantía de independencia para un medio.
Tal vez por eso existe el cobarde blackout de la televisión no oficial de mayor rating, que ignora casi por completo lo que sucede en el país político. La prueba es que nadie refiere sus noticieros -¿existen?- y casi no hay programas de opinión, ni crítica de ningún tipo en las novelas (como sucedía antes del chavismo) y menos aun por vía del humor, que desapareció de las pantallas. Sin noticias, la televisión grita su silencio. Lo mismo pasa en radio, con destacables excepciones como RCR y Circuito Éxitos.
Intervenciones, presiones y "sugerencias" lograron a lo largo de estos años que muchos periodistas pierdan sus programas y que los dueños teman por sus licencias radioeléctricas, que no son renovadas y quedan en un limbo legal cuando se vencen. Con esa excusa se cerraron medios clave como el circuito radial CNB y Radio Caracas Televisión (RCTV). Además, fueron compradas por "manos amigas" radios y televisoras como el Circuito FM Center o Globovisión y la editorial Cadena Capriles, lo que impulsó fuertes controversias en el ejercicio del periodismo.
Casos notables últimamente fueron los de Shirley Varnagy, que dejó Globovisión tras la censura de su entrevista nada menos que a Mario Vargas Llosa; Iván Ballesteros, a quien el gobierno le suspendió su popular programa Plomo Parejo en Radio Caracas, y Luis Chataing, que salió del canal Televen denunciando "presiones".
Por transmitir las protestas estudiantiles iniciadas el 12 de febrero, la televisora colombiana de noticias NTN 24 sufrió algo inédito en Venezuela para un medio internacional: prohibición de operar y orden a Directv de sacarlo de su grilla. También Nicolás Maduro amenazó a CNN con suspensión de credenciales y se invitó a su figura estelar, Patricia Janiot, a abandonar el país. Y hasta el Oscar cayó en desgracia: tras 39 temporadas con ese show, Venevisión, el canal de mayor rating, se eximió de transmitirlo este año, al circular en redes sociales que divas y astros del cine denunciarían la crisis venezolana.
Así, el triste manto de la censura se apaña con el telón de la autocensura. Todo vale en pos del objetivo del silencio. Hay chismes que alientan miedo y suspicacias que dibujan intereses tentadores. El diario El Universal siempre está primero en los rumores de venta. Y nadie sabe quién compró realmente la poderosa Cadena Capriles. Queda dicho que una mayoría radiotelevisiva se aferra al lema "no te metas", pero la audiencia cambió de sintonía y participa con fervor en el nuevo paradigma mundial de las redes sociales, que juegan tan duro como en la Primavera Árabe. El periodismo ciudadano se suma al que aún practican los profesionales que pueden en los medios que se atreven.
Una tarea difícil para un país que -cuando casi toda América latina estaba bajo la bota militar- supo jactarse orgulloso de su estirpe democrática. De su libertad de expresión. De sus diarios con cuatro cuerpos cargados de páginas. De su publicidad boyante. Tiempos en los que el periodismo se reconocía como cuarto poder. Tiempos de democracia representativa, muy diferente de la democracia participativa y protagónica inventada como antesala del sobrevenido socialismo del siglo XXI: chaleco de fuerza al libre albedrío de los poderes, que era la condición esencial -hoy perdida en Venezuela- para que la democracia se llamase democracia, sin calificativos ni sobrenombres.
Para someter al cuarto poder el socialismo del siglo XXI arrancó un proceso paciente y multiforme. Minó las bases de medios y periodistas, puso a los comunicadores como lacayos y atacó sus valores ferozmente no sólo en el frente intelectual. Acusados como grandes culpables de casi todo, los medios fueron maltratados más allá del verbo. Violencia contra reporteros en la calle, hostigamiento y asalto a las sedes de los diarios El Nacional o El Universal y a los canales Globovisión o RCTV, que fueron emblemáticos hace ya años.
A la vez, el Estado acumuló tantos medios como nunca tuvo: cinco televisoras sólo desde Caracas, periódicos y radios por doquier (algunas potencialmente poderosas como la cadena YVKE Mundial) y decenas de emisoras comunitarias. Pero su audiencia mediática no rima con tan costoso despliegue.
Surgió también el llamado "periodismo militante", enrolado en el pensamiento oficial. Igual que en la Argentina, donde el espejo con Venezuela es sintomático, incluyendo la crisis económica. Y la ética. Por reacción inevitable aparecieron también medios y periodistas frontalmente opositores. Lo peor para un negocio que, por principio, busca la verdad y debe ver los hechos a través de un prisma imparcial y ecuánime.
En su ofensiva, el gobierno además ninguneó al periodismo. Le negó el rol que lo define como interlocutor social, garante de la libertad y la democracia. Así, empezó por ignorar olímpicamente reclamos y denuncias (sobre todo de corrupción) enfatizando que provenían "del enemigo", para debilitar a los medios y desencantar de un solo golpe a las fuentes y al público ¿Para qué denunciar si el gobierno no hace caso? Una ecuación perversa, eficaz desde la sociología del socialismo del siglo XXI.
El ninguneo tuvo otra cara: el presidente eliminó las ruedas de prensa con medios nacionales. El líder era el gran vocero oficial, pero sólo en las cadenas de radio y televisión y el programa Aló Presidente, que reemplazaba incluso a los Consejos de Estado. Y pese a que multiplicó los ministerios, redujo al mínimo la vocería, condenando al funcionariado al ostracismo ("no estoy autorizado para declarar"), en una curiosa forma de censura que actúa directo sobre las fuentes.
Se trata de impedir el diálogo informativo y la opinión, claves para el periodismo en las sociedades abiertas. El modelo funciona con vías monologales, sin preguntas: un presidente que habla en cadena, pero no da entrevistas, y ministros "no sabe no contesta". Hay excepciones, pero cuesta encontrarlas. Una conjura contra el cuarto poder para impedirle contar con información y opinión para divulgarlas, confrontarlas, refutarlas y volverlas a discutir.
Así, al periodismo se le dificulta pendular como equilibrio de los demás poderes, para fortalecer la sociedad y sus valores. Por eso en los foros mundiales que evalúan la libertad de expresión como derecho humano fundamental, Venezuela sale siempre reprobada. La SIP y el Freedom House son los últimos ejemplos. Pero no los únicos.
Anular al periodismo y los medios críticos es directamente proporcional a profundizar el proceso, que es la razón de esta guerra. Que el gobierno vaya a triunfar es otra cosa. Porque aunque no la tiene fácil, el cuarto poder demuestra, con sus armas de siempre -aunque menguadas- y la fortaleza descomunal de las nuevas herramientas digitales, que tiene cómo defenderse. Hoy Venezuela, con su abrumadora crisis de mil cabezas y el descalabro social a cuestas, está en la mira del mundo gracias al periodismo, creyente insobornable de que la verdad es tan poderosa, que sólo le basta aparecer.