Amado Boudou es un prisionero de hecho. Un fuerte anillo de seguridad lo rodea cuando viaja de su casa a su oficina y de su oficina a su casa. Son los únicos lugares donde pasa las 24 horas del día cuando está en su país. Se terminaron hace mucho tiempo los restaurantes de Puerto Madero y los hoteles de la Recoleta. Ésos eran los circuitos preferidos para su distracción. El vicepresidente es la figura pública más impopular del país. La reacción social contra él se hace sentir no bien se muestra en público, sobre todo en los sitios que frecuenta la clase alta argentina
Podría ir a La Matanza, pero él no quiere ir ahí", dicen a su lado. Eso sucedía antes de que el juez federal Ariel Lijo lo citara a declaración indagatoria. Esa clase de duras citaciones judiciales colocan al acusado al borde del procesamiento o de la propia cárcel. El proceso que terminó con la resolución de Lijo se pareció a la trama de una ficción policial. Lijo estuvo a punto de ser apartado de la causa por una resolución de la Cámara Federal o por la recusación de los abogados de Boudou. Esa inminente decisión, que finalmente no sucedió, provocó preocupación e impotencia hasta en la Corte Suprema de Justicia.
¿Por qué lo hubieran apartado a Lijo? Porque en su momento citó a los miembros de la familia Ciccone sólo como testigos y no como imputados en situación de indagatoria. Un barbarismo jurídico. Hay innumerables casos de personas citadas al principio como testigos, que luego son indagadas, más tarde procesadas y, al final, encarceladas. Sin embargo, uno de los jueces de la Cámara, Eduardo Farah, estuvo convencido de que existían argumentos para anular el testimonio de los Ciccone y apartar a Lijo. Corría el miércoles último y la presión del Gobierno sobre los jueces era ya insoportable.
El jueves, cuando se preparaban fuertes movilizaciones sociales, Farah conversó con otro juez de la Cámara, Eduardo Freiler. Freiler le contestó que él no firmaría esa resolución contra Lijo. Farah habló entonces con el tercer juez del tribunal, Jorge Ballesteros. "¿Qué dice Freiler?", preguntó Ballesteros. "Que no va a firmar", le contestó Farah. "Yo tampoco", lo notificó Ballesteros. La operación para derrocar al juez había fracasado. El golpe contra Lijo necesitaba de por lo menos dos de los tres votos de la Cámara.
Ésa es la Cámara Federal más cercana al Gobierno. Vendedores de influencias judiciales ante el Gobierno trasegaron durante la semana entre esos jueces. Se movían como amigos de la casa. Esos gestores de las necesidades oficiales, que suelen hablar y hacer ofertas en nombre de la ex SIDE, les habían pedido a los camaristas que, en el peor de los casos, anularan las declaraciones de los Ciccone sin apartar a Lijo. La defensa de Boudou estaba preparada para presentar el viernes, a las 7.30, el pedido de recusación del juez, luego de que la Cámara anulara la declaración de los Ciccone. Era una manera más disimulada de perpetrar el crimen y de demorar todo hasta nunca.
La Cámara tomó por esas horas una extraña decisión, que la colocó en los umbrales de la recusación: hizo trascender el jueves, en el portal de noticias Infobae, que no apartaría a Lijo y que no anularía las declaraciones de los Ciccone. La denuncia pública de las diputadas Patricia Bullrich y Laura Alonso, que anticiparon el posible apartamiento de Lijo, había desestabilizado emocionalmente a los jueces de la Cámara. Pero, ¿por qué tenían que adelantar una decisión de semejante trascendencia? ¿No podría interpretarse como un caso de prejuzgamiento? La única prioridad de los jueces en esos momentos era descomprimir la enorme presión pública que se cernía sobre ellos.
Al día siguiente, justo a las 7.30 del viernes, el juez Lijo firmó la resolución que citaba a Boudou a declaración indagatoria. No es una hora habitual de trabajo de los jueces. Pero eran la hora y el día fijados por Boudou para destituir a Lijo de la causa. El que urdió la trampa cayó en la trampa. Lijo incorporó también a los Ciccone a la declaración indagatoria. Ya no son sólo testigos. La causa que podría haberlo apartado se convirtió en abstracta. Lijo ya no corre peligro.
"Estos creen que pueden seguir gobernando a los panzazos", dijeron cerca del juez. El Gobierno preparó en el acto un relato propio de la tragedia judicial. La decisión del juez es buena, dedujeron. Le permitirá a Boudou ejercer su defensa, mascullaron sin convicción. Ésa es una parte pequeña de la verdad. La citación a declaración indagatoria significa que el juez tiene semiplena prueba de que el acusado debe ser procesado. Son excepcionales los casos en los que citados a indagatoria se libraron del posterior procesamiento. Y no será una excepción un caso de una enorme envergadura institucional, como es el de Boudou. El vicepresidente camina derecho al procesamiento. El escándalo que se abatió sobre el gobierno de Cristina Kirchner no ha hecho más que comenzar.
Los militantes de Justicia Legítima aseguran que el expediente del caso Ciccone está vacío de pruebas contra Boudou. Es la ceguera del fanatismo incrustada en la Justicia. El cristinismo repite esa certeza como un mantra. Lijo no fue el primer juez que se encontró con la obligación de citar a indagatoria a Boudou. Ya el primer juez de la causa, Daniel Rafecas, sabía que llegaría el día en que debería firmar esa resolución, y el primer fiscal, Carlos Rívolo, escribió el borrador del pedido de indagatoria. Lijo se apoyó en la investigación de Rívolo, entre otras cosas, para citar a Boudou. Han pasado casi dos años. La Presidenta sigue creyendo en la versión de Boudou, que sostiene que es una causa mediática con la que tropezó por su adhesión a políticas nacionales y populares. La bandera del nacionalismo fue siempre el último recurso de las causas perdidas.
También llegó a oídos de la Presidenta la opinión judicial de que existía una enorme "presión de los medios" sobre esa causa. Cristina Kirchner juntó la aseveración de Boudou y la información judicial para imaginar una conspiración de tamaño universal. La "presión de los medios" a la que se refieren los jueces consiste sólo en la publicación permanente de la información sobre la causa. Es el deber que el periodismo no puede eludir. Es también lo que quieren decir los jueces, según precisaron.
Abogados y empleados judiciales que frecuentan al juez Lijo recuerdan siempre una frase que él repite: "La gravedad de esta causa sólo desaparecería si yo me tragara los papeles". Lijo hizo ya demasiadas cosas por el gobierno de Cristina Kirchner. Le dio seis meses de tregua para que resolviera políticamente el problema del vicepresidente. A fines del año pasado había dejado en claro que su decisión inmodificable de citar a Boudou a indagatoria sería en mayo y que lo convocaría para una fecha posterior al Mundial de fútbol. El Gobierno sabía todo eso. Y tal conocimiento de una causa judicial por parte del poder político reduce necesariamente el coraje verdadero de Lijo, que lo tuvo. En lugar de aprovechar ese paréntesis judicial para buscar una solución política, el cristinismo tramó una confabulación contra el propio juez, que éste desbarató. La historia no se equivoca cuando dice que no hay estirpe política más eficiente que la de los jueces.
¿Se trató sólo de la maniobra inmoral de una pandilla de viejos y frívolos amigos? ¿O, en cambio, hubo complicidad de los más altos exponentes políticos del kirchnerismo? Jueces y fiscales que trabajaron en la causa aseguran que no existe un solo papel que comprometa a Néstor Kirchner, aunque se sabe que el ex presidente quería sacar a los Ciccone de la imprenta. Aquellas expresiones judiciales aseveran también que los testigos llegaron sólo hasta Boudou cuando hablaron de presiones de "muy altas instancias". Pero hubo una resolución audaz que profundizó la sospecha sobre la amplitud de la culpa. Fue la expropiación de la empresa Ciccone, que la Presidenta envió al Congreso y que éste aprobó. Una expropiación hecha, según se ve ahora, para encubrir un delito.
Un día antes de la hecatombe judicial, Cristina Kirchner había celebrado el acuerdo con el Club de París. Boudou convirtió el éxtasis de esa fiesta en una vasta, colosal depresión. No hay remedio: así de zigzagueantes y de volubles son todos los procesos condenados a las postrimerías.