Los datos corroboran algunos patrones muy marcados: la percepción de que el problema del narcotráfico y del consumo de drogas es muy grave en el país tiene aún mayor consenso que problemáticas más tradicionales, como la inseguridad, la corrupción y la inflación.
A pesar de esta fuerte preocupación, la reacción del Gobierno sigue siendo muy vaga y evasiva, negando la realidad, hasta tal punto que la Corte Suprema y relevantes organizaciones de la sociedad civil, como la Iglesia, han señalado las graves consecuencias de esta inacción y la falta de una respuesta concreta.
Lo primero para destacar es el aumento sostenido del consumo de drogas ilegales, como lo marcan los informes anuales del Undoc, organismo especializado de las Naciones Unidas: en una década se duplicó la prevalencia de consumo de marihuana y de cocaína, y los jóvenes empiezan a consumir cada vez a menor edad, lo que aumenta las posibilidades de ser adictos como adultos.
La encuesta marca que el 79% cree que hay altos niveles de consumo, un 28% de jóvenes consumidores, un 55% de la población que saben dónde se vende droga y que el lugar preferente de consumo es la vía pública. Todo esto marca cuán maduro está el mercado de consumo en el país, la baja percepción del riesgo por parte de la población y la fácil accesibilidad a las drogas. Esto explica la creciente lucha de los narcos entre sí y el tendal de muertes.
La segunda cuestión es el impacto de la delincuencia violenta y el avance de las redes de narcotráfico. Rosario, Mendoza, Mar del Plata y varios distritos del conurbano bonaerense registran niveles de homicidios endémicos, similares o superiores a San Pablo, Medellín y México DF. La relación entre el avance narco y el delito es muy grande (88%), pero alarma más la tendencia en aumento. El 61% cree que dentro de cinco años la Argentina puede estar en una situación similar a la de Colombia, México o Brasil. La presencia recurrente de líderes narco internacionales en el país, así como los detenidos o asesinados, refuerza la idea de que la droga se mueve con increíble facilidad y las redes actúan con llamativa impunidad.
La sociedad ha reaccionado, como muchas veces en la Argentina, con más celeridad e indignación que la dirigencia política y el Estado. La complejidad de la amenaza requiere de un enfoque integral, que enfrente las múltiples aristas involucradas, con una fuerte voluntad política. Ambas decisiones están ausentes en un gobierno negador, que, a través de un relato, evade las decisiones conducentes. Si bien muchas medidas y políticas contra el narcotráfico y el consumo de drogas ilegales son de mediano y largo plazo, hay políticas de Estado y decisiones prioritarias, ante la inacción que favorece a los narcotraficantes.
La primera: hacer mucho más difícil la penetración de las drogas y la pasta base por nuestras fronteras, la instalación de cocinas, laboratorios y la comercialización y el lavado de dinero en las grandes urbes. Para ello no sólo hay que radarizar el espacio aéreo, recomponer los controles territoriales en las fronteras, rutas, ríos y puertos, con la presencia y acción inteligente de gendarmes y prefectos formados para la tarea. Esto requiere de una profunda reingeniería de nuestro sistema de seguridad interior, que restablezca la prevención y el control primario de la seguridad en las provincias y sus policías. Que las fuerzas federales pongan el foco en el crimen organizado y el control territorial y de las fronteras.
Hay que repensar si no es necesario crear una agencia federal que realice esta tarea, con capacitación y tareas de inteligencia no sólo en el narcotráfico y sus redes y derivados, como el lavado de dinero, sino en todas las formas de crimen organizado, como el tráfico de armas, la trata de personas, el contrabando, los delitos económicos y cibernéticos, entre otros.
Y hay que preguntarse si estamos haciendo lo suficiente para prevenir el consumo. Si no hemos creado una sociedad permisiva y narcotizada que ha normalizado el consumo de drogas ilegales a veces hasta el punto de la apología cultural, quitándoles la percepción del riesgo a los jóvenes.