Comicios, sondeos y poderes del Estado son, en efecto, los protagonistas del sistema, sus bases. Los dos primeros se alimentan del humor social, que el elector y el encuestado manifiestan directamente, con diversa periodicidad. El Estado, a través del Ejecutivo, el Parlamento y la Justicia, actúa, en cambio, como un delegado, representando el mandato popular expresado en las urnas. Otros actores, hoy menguantes, completan la escena. Son los partidos políticos, cuya tarea es canalizar la participación popular y preparar cuadros directivos.

Los partidos languidecen por una razón sencilla, que excede los errores y debilidades de sus dirigentes: la mayoría de los votantes se repliega a la vida cotidiana, limitando su participación a las elecciones y los sondeos. Ese repliegue lleva muchos años y sus razones no pueden exponerse aquí. Sin embargo, prevalece una hecho: es la sociedad de consumo quien sustrae a la gente de la participación democrática. El capitalismo secuestra al ciudadano. Éste, devenido en consumidor, le da la espalda a la política, delega en ella el compromiso público y desarrolla su vida en torno a los íconos de la privacidad: los lazos afectivos primarios, el trabajo y el consumo.

Los gobiernos democráticos parecen haber aprendido cómo funcionan las cosas. Ante todo buscan el beneficio material de sus súbditos, dotándolos de empleo y capacidad de compra. Normalmente, se garantizan con eso apoyo electoral y delegación de facultades. Si bien el llamado "voto económico" no lo esclarece todo, existe abundante evidencia de que es el pilar de la legitimidad política en esta época. Las últimas tres décadas de la democracia argentina constituyen una prueba. Salvo los primeros años de Alfonsín, cuando los argentinos tenían sed de libertad e instituciones, el resto estuvo signado por la cuestión material, y explicó el encumbramiento de Menem y los Kirchner, políticos realistas y sin escrúpulos, que supieron superar, en su momento y con ayuda de condiciones favorables, el horror económico que se había apoderado de la sociedad.

En este marco, cabría agregar un protagonista más a la democracia, tal como funciona, más allá de los prospectos. Me refiero a la calle. Al poder amplificador de las manifestaciones populares directas, con su mezcla de catarsis y violencia, de frustración y de amenaza. Varios gobiernos en el mundo sufren en estos días el yugo inquietante de la gente en la calle, exteriorizando su desaprobación. Las manifestaciones expresan los límites del sistema. Son el reflejo dramático de lo que permanece irresuelto. El sueño improbable de la democracia directa retorna y los tiempos parecen estrecharse: un reportero gráfico captura hoy una imagen en Kiev o Caracas con otra tecnología, pero con la misma expresividad que Delacroix cuando pintó La libertad guiando al pueblo para homenajear a los insurrectos franceses de 1830.

La democracia delegativa y el vigor de las manifestaciones populares parecen términos contradictorios. Sin embargo, se trata de fenómenos simultáneos; uno no anula al otro, sino que se retroalimentan. El votante medio continúa replegado, pero empieza a hacer cálculos: el gobierno ya no satisface mis necesidades materiales, votaré a otro en la próxima elección. Ocasionalmente, se lo dirá a un encuestador de carne y hueso, o a uno digital, si lo llaman por teléfono. Los técnicos transformarán esa respuesta en estadísticas adversas al poder. En paralelo, una minoría saldrá a la calle a manifestarse, los medios amplificarán la protesta y el votante pasivo reforzará su opinión. Así es como la sociedad le bajará el pulgar al kirchnerismo: atrapándolo en la doble pinza de la democracia electoral y de la calle. Será un divorcio por dinero, no por ideales.

Acaso este final suscite interrogantes sobre la aventura populista. Y ayude a descifrar su naturaleza. ¿En qué consistió, verdaderamente, el kirchnerismo: en un ethos liberador o en una mera reivindicación material? Si uno lee la saga de Laclau, piensa en lo primero. Si, en cambio, evoca la lógica contable de Néstor Kirchner, resucitada ahora por Juan Carlos Fábrega, se inclina a pensar en lo segundo. Puede preguntarse, recurriendo a una metáfora dilecta de la política argentina: ¿el kirchnerismo habló con el "corazón" -es decir, con el relato- y le contestaron con el bolsillo, o nunca fue más allá del bolsillo y del consumo, en cuyo caso está derrumbándose en su propia ley?

Me inclino a pensar que el kirchnerismo fue ante todo una reivindicación material, apenas matizada por un relato progresista. No mejoró la democracia ni reformó el capitalismo. Lo cierto es que ese relato termina revocado, en un final de ciclo donde campean el pragmatismo económico y las evidencias de corrupción, no la emancipación social que imaginaron sus mentores intelectuales.