Así como la forma se imprime sobre el fondo, nuestros rasgos de carácter determinan nuestros actos. Hay quienes dicen que las decisiones que tomamos y el modo en que las llevamos a cabo son una prolongación de nuestro temperamento. Un carácter es un destino. Lo saben los novelistas y los actores: lo que se refleja afuera no es más que el modo en que se resuelven las tensiones que llevamos dentro.

Hay en el kirchnerismo un aspecto de forma que resulta constitutivo de su perfil. Una marca de identidad que no será consignada por los libros de historia pero que, sin embargo, ha sido parte importante de las decisiones y actos de gobierno de los Kirchner. Este rasgo primordial fue creciendo con los años y, desde Néstor primero, y Cristina después, fue extendiéndose hasta el grueso de los funcionarios, sobre todo los más encumbrados, e incluso hasta parte de la militancia. Pero tal vez sólo sea que la vida reúne a lo semejante.

Pensemos en la forma en que la Presidenta puso en su lugar a Marcelo Tinelli. Todo parecía listo para que el conductor, en un paquete cerrado por el empresario Cristóbal López, tomara en sus manos el programa deportivo/propagandístico Fútbol para Todos. Pero, en medio de idas y venidas, Tinelli hizo algo que hirió la sensibilidad presidencial. Entonces Cristina bajó el pulgar y soltó una frase que la explica mejor que cualquier ideología: "Se creyó que tiene más poder que yo".

Para entregarme a la gula yo no necesito a nadie. Basta con una docena de medialunas. En un sillón mullido puedo ejercer mi pereza en la más estricta soledad. Pero la soberbia es de aquellos pecados capitales más graves, pues requieren del otro para consumarse. El soberbio reclama un punto de apoyo: se siente más en relación con otro. También necesita probarlo, llevar ese convencimiento al plano de la acción. Y eso fue lo que hizo la Presidenta con el poderoso e influyente Tinelli.

En ese sentido, ningún camino más corto y efectivo que la humillación. Para elevarse por encima de los demás, el soberbio precisa degradar al otro. Se inflige una humillación para recordarle al simple mortal su escalafón en la jerarquía y el peso de nuestra bota divina, pero sobre todo para confirmar nuestro poder a través de un acto de dominación. Y el acto apunta no a la supuesta falta o al error del desdichado, sino al centro de su ser. No te olvides que soy más que vos, dice quien humilla.

El kirchnerismo ha hecho de esta pulsión una herramienta de gobierno. Y un modo de relación. Las feroces disputas internas del oficialismo suelen terminar con el más débil humillado. En el frente externo, han sido objeto de este veneno figuras de los más variados sectores, siempre con resultados muy efectivos.

Uno puede someterse a la humillación del soberbio por conveniencia o cobardía, por ejemplo, pero eso nunca es gratis. Porque el soberbio es un bulímico que precisa alimentar su ego, cada vez más grande y necesitado, a costa de los demás. Establece, ayudado por los sometidos, una dinámica perversa que exige cada vez mayores dosis de pleitesía, de adoración, de sometimiento. Y la triste cadena que ata a unos y otros es cada vez más fuerte.

Durante sus años de gobierno, Néstor Kirchner no perdía oportunidad de hacer sentir su poder. Pragmático, recurría a la humillación cuando lo consideraba necesario. Preparó así el terreno para la llegada de Cristina, de personalidad más compleja. Lo que en su marido parecía técnica, recurso que dominaba, en ella pasó a ser impulso que la domina. Y que ella descarga sobre sus funcionarios -que a fuerza de sus rigores le temen y le rinden tributo como a una divinidad-, pero también sobre aquellos que se atreven a contradecirla o cuestionarla desde la prensa, el empresariado o la oposición.

Es casi inevitable: quien siente la bota pesada del que está arriba y no quita de allí su cabeza hará sentir el peso de la bota propia sobre la cabeza de quien está debajo. Por eso el kirchnerismo fue campo fértil para el crecimiento de un político como Aníbal Fernández, cuyo verbo despreciativo le deparó lugares de privilegio dentro del Gobierno. Enviciado, el temido ex secretario de Comercio Guillermo Moreno llevó la práctica de la humillación a extremos grotescos. Muchos actos de metódica arrogancia fueron desplegados por muchachos de La Cámpora, de la que el ministro de Economía es fiel exponente. Los más conocidos, acaso porque constituyen la excepción, fueron aquellos que encontraron resistencia. Durante las últimas grandes inundaciones en La Plata, ante una pregunta incómoda, Andrés Larroque quiso poner a Juan Miceli en su lugar y buscó humillarlo al aire, pero se topó con la entereza del entonces periodista de Canal 7. Antes de las PASO, Juan Cabandié poco menos que se rió en la cara de una impertinente agente de tránsito que pretendía multarlo por una infracción. La valentía de la joven desarmó la soberbia del joven diputado. ¿Cuántos distinguidos representantes de nuestras fuerzas vivas tuvieron la misma reserva de dignidad ante las humillaciones que el kirchnerismo prodigó en estos años?

La respuesta a esta pregunta explica en buena medida los odios que lamentablemente generaron los Kirchner y hasta la brecha aparentemente insalvable que ha dividido al país. La humillación, fruto de la soberbia, fue un modo de someter voluntades para imponer poder, pero también una caldera donde ardió el fuego lento del resentimiento. Ni el gobierno de Carlos Menem en su última etapa, devaluado hasta el subsuelo por su hipocresía y los escándalos de corrupción, despertó un rechazo tan visceral como ahora el kirchnerismo.

Pero esto es la Argentina, un país donde la soberbia no integra precisamente la columna de los bienes escasos. Eso es al menos lo que dice el folklore, y algo de cierto habrá en la mirada que en este sentido nos devuelven desde los países vecinos que mejor nos conocen. Creer entonces que el kirchnerismo es un fenómeno ajeno que sobrevino por generación espontánea o capricho de los dioses sería, casi, otro pecado capital.