La línea de vanguardia kirchnerista fue ocupada por Axel Kicillof, Carlos Zannini y Julio De Vido. El resto --gobernadores de provincias petroleras, el CEO de YPF, Miguel Galuccio, y funcionarios-- se aglutinó detrás de ellos o en las butacas destinadas a periodistas e invitados.
Aquella vanguardia de halcones de abril del 2012, cuando el Gobierno dispuso con prepotencia la expropiación de la empresa española, pareció asomar en la rueda de prensa de ayer como inofensivas palomas. El ministro de Economía explicó con naturalidad y docencia cómo deberá compensarse con US$ 5.000 millones, en una ingeniería financiera pesada que podría extenderse hasta el 2033, el despojo producido a Repsol. Esa misma persona, como viceministro de Hernán Lorenzino, había proclamado en el Senado que no se pagaría un peso a la compañía petrolera. Amagó, incluso, con iniciarle acciones judiciales por supuestos daños ambientales. El secretario Legal y Técnico estuvo también, durante aquella patriada belicosa, entre los intransigentes. En su acostumbrado hermetismo, sin embargo, no hizo un viraje menor al de Kicillof. Zannini fue, luego de varias tertulias con Cristina, el encargado de reabrir negociaciones que Repsol había desechado durante el 2013 por la inconsistencia de las propuestas argentinas. Tanto lo habría emparentado esa pirueta con el ministro de Economía que se presentó en público con el atuendo de los muchachos de Axel, rigurosa camisa sin corbata. El secretario Legal y Técnico suele ser, en esencia y hasta por razones etarias, un hombre mucho más formal.
El tercero de esa vanguardia K fue De Vido. Un caso curioso: el ministro de Planificación resultó en los días de la expropiación el funcionario actuante menos hostil. Tal vez por dos razones: tenía una vieja relación con el Grupo Eskenazi, que se había incorporado como una pata accionaria de YPF por solicitud de Néstor Kirchner; había trabado un buen vínculo personal con Antonio Brufau, el titular de Repsol, con quien compartía café en su oficina casi día por medio. De Vido permaneció mucho tiempo en silencio, sobre todo porque discrepó con la metodología política de Kicillof. Pero acompañó, como lo hizo siempre con todo hasta ahora. Su presencia en el anuncio del acuerdo, con rostro adusto, fue apenas testimonial.
El giro por Repsol no representa más que una pieza del cambio que, a contramano del relato, realiza el Gobierno en muchos planos. Kicillof, desde su confuso marxismo heterodoxo, agita las mayores banderas. Ejecutó la fuerte devaluación de enero y avaló las decisiones ortodoxas del presidente del Banco Central, Juan Carlos Fábrega, tendientes a frenar el drenaje de reservas del Banco Central. Piensa cómo recortar algo el gasto público aunque vacila mucho sobre el galope inflacionario. Ahora pregona el retorno de la Argentina a los mercados internacionales, de los cuales se marginó por propia voluntad. En ese camino se inscribiría el trato con la petrolera española y otros gestos insinuados fuera de su área de competencia. ¿Qué significaría, si no, la decisión kirchnerista de abandonar como quien no quiere la cosa el oscuro pacto con Irán por el atentado en la AMIA de 1994? ¿Cómo debiera entenderse la determinación del canciller Héctor Timerman de volver a frecuentar el poder de Israel?
El acuerdo con Repsol es un primer pequeño paso en el intento de reordenamiento de un frente externo desbarajustado del Gobierno. Tal vez, tampoco el más trascendente en la agenda que le aguarda. Figuran antes la deuda con el Club de París (de US$ 6.000 millones) y el problema con los holdouts que no ingresaron a los canjes de la deuda y litigan en Nueva York. Kicillof dio a entender cuando le preguntaron, que ambos pleitos están aún en veremos. Lo mismo ocurriría con el FMI, al que se le concedió la exigencia de empezar a blanquear las estadísticas sobre la inflación. Pero quedan también tópicos pendientes.
En todos los casos, sin admitirlo en forma expresa, el Gobierno está reconociendo la comisión de graves errores políticos. La expropiación de Repsol, si en verdad hubiera sido ineludible, debió realizarse de otro modo sin potenciar, como ocurrió, la histórica desconfianza que la Argentina genera cíclicamente por el mundo. Dos años después de producida, el kirchnerismo reconoce la necesidad de una recompensa que significará una carga de una década, por lo menos, para el Estado y para las administraciones que sucederán a Cristina.
La desconfianza de la cual se habla tiene un registro financiero nítido en el acuerdo anunciando con Repsol. Para cumplir con los US$ 5.000 millones estipulados de resarcimiento neto el Gobierno emitirá una batería de bonos a tasas que oscilarán en los mercados internacionales entre el 7% y el 8.75%. Esos valores se ubican hoy, para naciones estimadas como fiables, en no más del 3% y 4%. Bastaría para entenderlo con desmenuzar recientes operaciones de Uruguay, Brasil y hasta de Bolivia.
El acuerdo con Repsol, como fue presentado, reflejaría una contemplación de la necesidad de coyuntura de ambas partes aunque incluiría un costo político mucho mayor para el Gobierno que para la petrolera española.
Kicillof comunicó que caerán 31 acciones judiciales que los españoles habían desparramado en el CIADI.
Un alivio, sin dudas.
También para facilitar la atracción de posibles inversiones en YPF y abordar la severa crisis energética. Pero aquella estrategia de Repsol pareció forzada porque --con la expropiación-- no le dejaron una opción distinta. Se avino a negociar apenas atisbó alguna luz: la presunta recompensa en la Justicia podía darse en tiempos y circunstancias todavía inciertas.
El contrato debe aún atravesar la aprobación de la Junta de Accionistas de Repsol y del parlamento de nuestro país. Pocos dudan sobre lo que pueda suceder en Madrid, donde la posición del CEO de la petrolera, el catalán Brufau, parece haber quedado fortalecida con el acuerdo. El interrogante sobrevuela, en cambio, al Congreso argentino donde el kirchnerismo mantiene supremacía aunque en declinación política después de la derrota de octubre. ¿Qué postura adoptarán los legisladores K que hicieron de la supuesta expropiación sin costo una razón medular de la pelea? ¿Qué harán varios sectores de la oposición que, con una actitud acrítica, respaldaron aquella fantasía del Gobierno? El desarrollo tiene además plazos. El 7 de mayo sería la fecha tope para que el acuerdo obtenga plena vigencia. La ley que se aprobó en el 2012 establece un lapso de dos años para la compensación o bien el inicio de acciones judiciales.
Todo ese sería otro costado del elevado precio que deberá pagar el Gobierno por su mala praxis, imposible de ser mensurado sólo en millones de dólares.