Ni gobernantes ni opositores quieren cargar, empero, con el altísimo costo político que, suponen, resultaría de plantearlo. Piensan constantemente en él pero, al mismo tiempo, procuran alejarse de él cual si fuera una enfermedad contagiosa.
Habría dos condiciones que, si se cumplieran, podrían liberarnos de este destino. Una, que el Gobierno tuviera una mayoría tan amplia que le permitiera absorber el previsible costo político de lo impopular. Otra, que tuviera una consistencia moral tan fuerte en virtud de la cual se diera el lujo de ignorar el costo político en aras del bien común. Napoleón dijo en alguna oportunidad: "No nací para ser amado". ¿Podrían decirlo, hoy, Cristina o sus opositores? Las dos condiciones que hemos mencionado parecen, en la Argentina de hoy, inalcanzables. La mayoría de Cristina se ha desvanecido. Nunca tuvo, por otra parte, esa vocación que algunos llaman "suicida" y que otros denominan, simplemente, "coraje", según la descarnada advertencia de Borges: "Siempre el coraje es mejor". Lo es, sin duda, en el largo plazo. ¿Pero quién piensa hoy en el largo plazo?
El dilema político de enfrentar el costo de lo impopular es más agudo, por supuesto, en el caso del Gobierno, primero porque a él le atañe el ajuste y segundo porque fue su irresponsable gestión reciente, precisamente, la que lo ha agravado. La oposición, a su vez, puede hacerse la distraída, hasta que le llegue su turno. Lo mejor para el país sería, en cambio, que gobernantes y opositores se unieran en busca de un plan de salvación nacional para compartir de algún modo el costo político del ajuste. Es casi ingenuo preguntarse si lo harán. Lo más probable es que, por temor a los efectos inmediatos del corto plazo, unos y otros eludan elevar la mirada para encontrarse, de una buena vez, con el vigoroso desafío que nos viene del horizonte: ser lo que debemos ser para evitar no ser nada.
Es como un juego aleccionador de sillas musicales. Aquel a quien le toca el turno de gobernar, demora por temor o por debilidad la hora de las decisiones con la esperanza de que les toque enfrentarla a sus sucesores, una esperanza que al fin se diluye mientras el pueblo, eterno postergado, espera. Este ha sido el signo de Cristina. ¿Será, también, el signo de su sucesor? Antes de ser presidente, John Kennedy escribió un libro titulado Perfiles de coraje , que incluía la historia de aquellos presidentes que supieron navegar contra la corriente en horas de crisis. Entre nosotros, por ejemplo, hubo un Pellegrini. ¿Hay otro, quizás, en espera? ¿Lo que necesitamos, entonces, es un líder?
Y no digamos que no los hemos buscado. Perón, los militares. ¿Podría decirse que, hoy, los altos precios de nuestras exportaciones agropecuarias nos liberarían se este esfuerzo? ¿O es al revés? Chile, ¿nos aventaja en el concierto de las naciones porque viene de la pobreza o de la abundancia? Los chilenos no han podido cometer nuestros grandes errores porque, de haberlos cometido, habrían perecido. Y por eso, justamente, no los cometieron.
Los dos países latinoamericanos que fueron los más ricos son ahora los dos que están en crisis: Venezuela y Argentina. La abundancia del petróleo y de las pampas, ¿fueron para ellos una bendición o una maldición disfrazada de bendición que les hizo olvidar que la clave no reside en el reparto sino en el esfuerzo?
La historia está llena de proezas y de desafíos. Pero el desafío peculiar de los argentinos es no haberlos tenido con intensidad suficiente. No hubo vecinos voraces que nos presionaran con sus urgencias. Tampoco hubo invasiones arrolladoras que amenazaran nuestra integridad territorial. Las inquietudes religiosas no nos devastaron. De la ausencia de estos y otros desafíos semejantes que acosaron a otros pueblos, particularmente a los europeos, estuvimos exentos. Éramos un país poco poblado, relativamente homogéneo, que se sabía o se creía rico y que, además, estaba lejos. ¿A qué inquietarnos? ¿No ha dicho el nuevo Papa que viene "del fin del mundo"? Una mirada más profunda pudo hacernos ver que en esta suerte de languidez existencial residía, en lo profundo, el verdadero desafío. Porque la ausencia de desafíos inminentes puede convertirse en otro desafío poderoso y sutil. Si aceptáramos, en efecto, que la vida es lucha, el no tenerla evidente e inmediata puede convertirse en la más peligrosa de las tentaciones. Y así fue que los argentinos terminamos, al fin, por luchar contra nosotros mismos. Esto es quizá lo que más nos falta. Dialogar. Buscar al otro. No quedarnos tranquilos si un tercio de los argentinos son pobres. Hay un enemigo oculto entonces. Somos nosotros mismos.