Y de uno de los ajustes más ortodoxos e indisimulables, aunque se lo quiera ocultar con retórica populista. No se trata de una afirmación caprichosa. Está sustentada por cifras irrefutables. La mayoría surge de los análisis del Instituto de Pensamientos y Políticas Públicas (IPyPP), que coordinan el diputado Claudio Lozano y Tomás Raffo, dirigentes a quienes no se les puede endilgar deshonestidad intelectual.
Empecemos por una categoría emblemática: el salario promedio real. En diciembre de 2001, el peor momento de la historia argentina reciente, era de 494 pesos. Para fines de 2013, ascendía a 4304 pesos. Pero si se compara una y otra cifra con el aumento de precios durante el mismo período, se concluye que el salario real aumentó apenas un 19%. Es decir: muy por debajo del crecimiento del PBI, que acumuló un 82,4%. Y esto, sin contar la devaluación de hace semanas, de casi un 20%, ni el hecho de que millones de trabajadores y también de jubilados pagan impuesto a las ganancias, como si fueran millonarios.
Pero sigamos con la pobreza y la indigencia, ya que el oficialismo habla de modelo nacional y popular e inclusivo. Si se toman, por ejemplo, los datos del IPyPP de 2012, se comprobará que la tasa de pobreza llegó entonces al 32,1% y no al 6,5, como venía mintiendo el Indec. Y que la tasa de indigencia, para ese mismo año, ascendía a 11,4% y no a 1,7%, como reivindicaban las estadísticas oficiales. En mayo de 2001, en medio del estallido de la convertibilidad, la pobreza era de casi el 36% y la indigencia de 11%. Es decir: nada demasiado distinto de lo que tenemos ahora mismo. Y estos datos muestran, por supuesto, un nivel de deterioro gravísimo, si se los compara con la tasa de pobreza e indigencia que había entre 1995 y 2000. Los registros de los últimos 5 años del siglo XX dan 26,4% de pobreza y 6,7% de indigencia, respectivamente. Es decir, había menos pobres hace 13 años que en el presente.
Completemos el panorama con otro dato clave: la concentración de la riqueza. En 1997, las 200 empresas que más venden en la Argentina representaban el 31,7% del total de la riqueza. Hacia 2012, trepaban a casi el 52%. Entre las primeras 20 hay por lo menos 5 bancos privados de primera línea. Sobre este dato, ayer, el presidente del Banco Ciudad, Rogelio Frigerio, me dijo: "Esto demuestra que éste no es un modelo productivo sino financiero".
¿Cuándo empezó a cambiar este gobierno su sesgo progresista para terminar instrumentando un brutal ajuste sobre la clase media y la clase media baja? Una fecha a tener en cuenta es noviembre de 2005, los días previos a la renuncia de Roberto Lavagna. Antes de irse, el ex ministro le planteó al entonces presidente Kirchner tres medidas concretas para "garantizar el éxito de la política económica" en el tiempo. Una: el aumento paulatino de tarifas de los servicios públicos. Dos: la creación de un fondo anticíclico para usarlo en épocas de vacas flacas. La tercera fue la que más enojó a Kirchner: Lavagna le planteó que el presupuesto iba a sufrir un serio desequilibrio si seguía distribuyendo la obra pública entre sus empresarios amigos. El día en que Lavagna se fue, Kirchner se lo anticipó en exclusiva a un alto directivo del Grupo Clarín. "Poné un zócalo en TN. Le acabo de aceptar la renuncia al ministro de Economía." El ex presidente parecía radiante y satisfecho: gobernaba sobre una caja de miles de millones de pesos y nada hacía prever que 6 o 7 años después, al compás del péndulo que va del populismo berreta al ajuste, la economía se vendría a pique. El otro momento clave fue la intervención del Indec. Pero la movida definitiva que terminó con la poca racionalidad económica que le quedaba al gobierno de Cristina Fernández fue el desplazamiento de Martín Redrado del Banco Central, en 2010. Después de eso, los "agentes económicos" comprendieron que la Presidenta iba a manotear las reservas de acuerdo a su necesidad electoral. Cuando Redrado se fue, éstas ascendían a 48,116 millones de dólares y el dólar apenas pasaba los 4 pesos. Después ya no hubo manera de detener la irracionalidad económica que incluyó, entre otras cosas, emitir dinero en forma creciente para exacerbar el consumo y dar la falsa idea de que somos un país rico.
¿Puede sorprender, en este contexto, la voltereta en el aire que dio el ministro de Economía, Axel Kicillof, sobre la indemnización a Repsol por haber expropiado YPF? Hagamos un poco de memoria: Kirchner alentó su privatización cuando le convenía. Oscar Parrilli fue el vocero parlamentario que defendió la desnacionalización en 1992. Kirchner capturó entonces cientos de millones de dólares cuyo destino final nunca quedó demasiado claro. Pero diez años después Cristina pegó un volantazo que ahuyentó a inversores de todas partes. La amenaza de Kicillof de iniciar a Repsol un juicio por daño ambiental nunca debió tomarse en serio. Como tampoco nadie debería tomar en serio la idea de que existen fuerzas muy poderosas agazapadas y metiendo presión para echar a la Presidenta. En realidad, Kicillof y el resto del Gobierno no están haciendo nada diferente de lo que intentó Domingo Cavallo durante el gobierno de Carlos Menem y, luego, con Fernando de la Rúa. La convertibilidad, en el fondo, también fue populismo de Estado, aunque con una retórica de derecha. Y después, el propio ex superministro tuvo que hacer lo que están haciendo ahora: ajustar salarios por debajo de la inflación, golpear la puerta del Fondo Monetario para conseguir préstamos internacionales a tasas razonables y detener la fuga de dólares, subir las tasas de interés aunque la decisión provoque una notable caída de la actividad, y rezar para que la tensión social no termine en una crisis como la de 2001.
Los chicos de La Cámpora pueden verse a sí mismos como "pibes para la liberación". Unidos y Organizados puede acusar de golpistas a los dueños de los hipermercados. Pueden llamar destituyente a Hugo Moyano, porque alienta paritarias con aumentos de más de 30%. Pero la verdad es que, excepto el núcleo duro de seguidores y de dirigentes que buscan conservar su empleo, ya casi nadie cree que éste sea un gobierno progre ni que aliente el Estado de bienestar.
Las encuestas no mienten. Dos de las medidoras más serias calculan la expectativa de inflación, para este año, entre un 40 y un 50%. Y la imagen negativa de la jefa de Estado está llegando al pico más alto desde que asumió por primera vez, en diciembre de 2007. La construcción del relato se derrumba, debajo del enorme peso de la realidad.