Consiste, primero, en escrachar, con denuncias imprecisas, no solo a empresarios, como se anticipó desde esta misma columna hace ya tres semanas, sino también en arrojar carpetazos contra sindicalistas a los que consideran sus enemigos, como Hugo Moyano y Luis Barrionuevo. Los organismos de inteligencia suministrarán informes precocinados que incluyen viejas causas, expedientes en trámite y mitos urbanos.
Los informes serían reproducidos por la costosa red de medios oficiales y paraoficiales en los próximos días. Están decididos a hacerlo porque consideran que la estrategia de acusar a individuos u organizaciones supuestamente golpistas les están dando cierto resultado. Y si la imagen pública de los denunciados es regular, o mala, mil veces mejor. Piensan que están matando, con una sola acción, a dos pájaros de un tiro.
No solo les sirve para que parte de la sociedad responsabilice a sectores con mala prensa como los supermercados que remarcan precios o las petroleras que aumentan el precio de la nafta. Al mismo tiempo les es útil para sacarse de encima la responsabilidad por la mala praxis de su política económica. El humor social, de alguna manera, los favorece: siempre, en la Argentina, hay un alto porcentaje de individuos muy proclives a creer en las conspiraciones. Y la Presidenta es, quizá, junto con el ministro de Economía Axel Kicillof, una de las dirigentes que más las alimenta.
En los últimos días, Ella, además de acusar a empresarios y periodistas, comparó lo que está sucediendo ahora con la entrega anticipada del gobierno de Raúl Alfonsín, en 1989. Y muchos colegas, repetidores del relato, incluyeron al primer libro que escribí, Por qué cayó Alfonsín (El nuevo terrorismo económico), Editorial Sudamericana, abril de 1990, como uno de los documentos que sustentaba la teoría presidencial.
La verdad es que jamás afirmé, en el texto, que las empresas y los bancos que compraron dólares para protegerse de la devaluación lo habían hecho con el objetivo de voltear al ex presidente. Tampoco expuse, como razón principal de la caída de Alfonsín, a la demora en liquidar los dólares de los exportadores del campo, aunque también es rigurosamente cierto que los liquidaron después de la asunción de Carlos Menem.
Y menos endilgué a la brutal remarcación de precios que preanunció la híper la exclusiva culpa por lo que le pasó al primer gobierno democrático después de la dictadura. Lo que sí quedó claro en la investigación periodística es que Alfonsín y su equipo empezaron a perder el control de la política económica en setiembre de 1988, con el anuncio del denominado Plan Primavera. Y que lo cedieron definitivamente el 6 de febrero de 1989, el día en que la moneda nacional perdió el 25 por ciento de su valor entre el desayuno y la merienda.
Es decir: siempre fue evidente que las acciones de una burguesía nacional mezquina fueron producto de las malas decisiones del gobierno nacional, en un contexto político enrarecido. Alfonsín murió creyendo que había hecho lo correcto y me dijo, en la entrevista que cierra el libro, que no hubiera cambiado ninguna de las decisiones que terminó tomando. Aceptó, por un lado, que los intentos de golpe de los carapintadas, las acciones de los acreedores y la mezquindad del presidente George Bush, quien hizo todo lo posible para que no se hiciera efectivo un crédito de miles de millones de dólares, lo transformaron en un gobierno débil y dependiente.
Pero, por otra lado, como obcecado que era, jamás admitió que la pérdida de confianza se debió a decisiones equivocadas de política económica. Y que la responsabilidad fue, sobre todo, de él, por hacer oídos sordos a los alertas que parte de su propio equipo le venían dando desde el convulsionado verano de 1988. Un verano que incluyó una inédita sequía, el levantamiento en armas del coronel Mohamed Alí Seineldín y la primera gran crisis energética que dejó a medio país sin luz. Es decir: Alfonsín nunca aceptó que se tuvo que ir, en parte, como producto de su propia mala praxis.
Después, una vez que todas las variables de la economía saltaron por los aires, casi todos los argentinos practicaron el sálvese quien pueda. Entre ellos, los remarcadores de precios, los primeros saqueadores de supermercados y otros comercios, los banqueros y también la entonces denominada patria financiera. Lo de esta administración es distinto. Néstor y Cristina tuvieron casi todo a favor, igual que la mayoría de los países de la región. La continuidad ni el sistema democrático jamás estuvo en juego, como durante los años de Alfonsín. Dispusieron y disponen de mayoría parlamentaria.
Practicaron y practican un manejo discrecional de los fondos, como ningún otro gobierno desde 1983. Y perdieron la oportunidad que sí aprovecharon países como Perú, Bolivia, Chile, Paraguay y Uruguay, por citar solo los más cercanos. La pregunta del millón es si alcanzará con hacer un poco menos mentirosa la estadística oficial o volver a seducir al Fondo Monetario o el Club de París.
Lo más triste es que el plan no solo consiste en denunciar carpetazos o escrachar a empresarios y sindicalistas. También incluye patear para adelante las paritarias mientras bajan los precios a pura amenaza y ruegan que la Argentina gane el Mundial de Fútbol de Brasil, para mantener el buen humor por lo menos hasta julio. Lo demás es puro marketing.
O un burdo intento de hacerle creer a la gente que la devaluación, el miserable aumento para los jubilados, la pérdida del poder adquisitivo del salario y la brusca suba de tasa de interés en pesos no constituye un ajuste ortodoxo, sino medidas defensivas para evitar que nos coma el cuco y que el gobierno vuele por los aires.