La economía está entrando en un freezer. La decisión está tomada. El Banco Central se llevó el martes pasado más de 16.000 millones de pesos del mercado mediante bonos de la propia institución. Las tasas de interés están en niveles impagables. Si el crédito desaparece, como está desapareciendo, la inversión pasa de la insuficiencia a la inexistencia. Las tasas de interés de las tarjetas de crédito superan el 70 por ciento anual. El Gobierno presiona para que los sindicatos se conformen con aumentos salariales inferiores a la inflación. El consumo se desploma. La ortodoxia económica llama a eso "enfriar la economía" para frenar la inflación cuando ésta se dispara. Es el camino teórico que Cristina Kirchner dijo que nunca caminaría con sus pies. Lo está caminando.
Se eligió la ortodoxia. La retórica es otra. Y los culpables deberán ser también otros. Axel Kicillof los describió la tarde que anunció el nuevo sistema de medición de precios. La inflación del 3,7 por ciento de enero es obra de cuatro o cinco economistas privados, de cinco o seis empresarios de supermercados y de los pocos medios periodísticos independientes que quedan. El Gobierno no hizo nada. Ni una sola mención del homérico gasto público ni del inédito ritmo de la emisión monetaria, que duró mientras la heterodoxia era posible. La emisión se frenará ahora o bajará abruptamente. ¿Para qué emitiría pesos un gobierno que se está llevando todos los pesos que circulan?
La nueva medición del Indec se hizo para conformar al Fondo Monetario, otra bestia negra que ahora podría ser el mejor nuevo amigo. El FMI podría abrirle las puertas a un acuerdo con el Club de París. ¿De qué le serviría todo eso? El Gobierno podría conseguir, supuestamente, créditos en dólares en los mercados internacionales con tasas menos ofensivas que las que le ofrecen. Es la teoría. Otra cosa son los tiempos. El propio FMI dijo, después de semejante esfuerzo de sinceridad, que sólo "tomó nota" de la novedad y que la analizará más adelante.
No hay que restarle méritos a la capacidad oratoria de Kicillof. Zamarreó a los economistas. Los acusó de deshonestos y de contradictorios. Ellos crearon la fantasía colectiva de una inflación elevadísima. Y, por lo tanto, la espolearon. ¿Qué hicieron para confabular tamaña situación? Según el índice que difunde mensualmente el Congreso, un promedio de los análisis de los economistas privados, la diferencia entre la evaluación de éstos y los del nuevo Indec es sólo del 0,9 por ciento. Menos del uno por ciento. Nunca en la historia hubo una conspiración con elementos tan insignificantes. Kicillof aprendió la lección de su detestado Guillermo Moreno: la simpatía de Cristina Kirchner se conquista fácilmente si se le lleva el rumor de un complot.
El problema es que ni siquiera el sinceramiento mereció mucha confianza. Fue una buena noticia que aceptaran la verdad, o parte de ella. Pero todos dieron un paso atrás cuando vieron al ministro de Economía flanqueado por Ana María Edwin y por Norberto Itzkovich, los caciques morenistas del Indec. "Ellos mintieron durante siete años. Hay que esperar", se molestó Roberto Lavagna. Un viejo peronista explicó esas presencias de otro modo: "Son los sicarios del Indec. Y nadie despide a un sicario". Ya hasta la verdad, o la cercanía de ella, le es insuficiente a la Presidenta.
Cristina Kirchner andaba con otras conspiraciones a cuestas. La devaluación, que hizo ella, ya no fue obra de trabajadores avariciosos, como había dicho hacía sólo una semana, sino de especuladores que quisieron dar un golpe de mercado. Se respaldó en el economista Miguel Bein, que formó parte de gobiernos del radicalismo. Bein es ahora asesor de Daniel Scioli y no conservó ninguna relación con el radicalismo ni con los equipos económicos que integró. Más creíble que las deducciones de Cristina Kirchner y de Bein fue una conclusión de Aldo Ferrer, el economista más respetado por el kirchnerismo en sus diez años de poder. "Siempre hay pescadores de río revuelto. Pero ¿quién revuelve el río? La política o la economía", se preguntó y se respondió. Ni Cristina ni Kicillof se dieron por aludidos.
El kirchnerismo tiene una vieja obsesión con las góndolas de los supermercados. Siempre creyó que entre sus ofertas se esconden los destituyentes. Ahí están los que ocultan los productos y los que inflan artificialmente los precios. Parece haber encontrado una solución. O dos. Enormes multas, formalmente. Y la presencia atemorizante y peligrosa de Quebracho. Nunca nadie supo con certeza a quién responde esa organización violenta, que se mueve esporádicamente con disciplina militar y con evidente entrenamiento. Lo más probable es que responda sólo a intereses de patrones cambiantes y sucesivos. Hay también irresponsabilidad política. Es una mala idea agregarle violencia a una sociedad pacífica, pero demasiado estresada.
Los medios periodísticos expusieron las cifras de los economistas y los precios de las góndolas. Consumaron la conspiración. La Presidenta llegó a presionar a la Corte Suprema de Justicia para que ésta dictara una sentencia contra muchos medios periodísticos del país. Callarlos, en fin. El kirchnerismo no pudo hacer aquí lo que está logrando el chavismo en Venezuela: dejar a los diarios sin papel y eliminar a los dueños independientes de la radio y la televisión. No pudo, todavía. Pero en el Congreso está dormido, no muerto, un proyecto kirchnerista para expropiar Papel Prensa, que dejaría a los diarios de aquí en la misma situación agónica que sufren los diarios venezolanos.
Perdidoso e inestable, el cristinismo reacciona como un animal herido. No se olvidó de la Justicia. El desembarco de La Cámpora en el Consejo de la Magistratura es cualquier cosa menos una anécdota. Es la vieja y frustrada reforma judicial hecha con otros métodos. Es posible que el próximo presidente del Consejo sea el senador Marcelo Fuentes, un cristinista pasional y beligerante, convencido de que defiende una revolución alucinada. Con buenas y con malas artes, el cristinismo ha conseguido en el Consejo una mayoría simple de sus miembros. No tiene la mayoría especial, los dos tercios, que le permitiría destituir y designar jueces.
La mayoría simple es suficiente para lo que el oficialismo se propone. Acusar a los jueces. Someterlos a una insoportable presión mediática de calumnias y agravios a través de la cadena constante de medios oficialistas, privados y públicos. Hacer, en fin, lo mismo que hace Alejandra Gils Carbó con los fiscales. Asustarlos. Rodearlos hasta dejarlos sin respiración.
El otro objetivo es quedarse con los fondos del Poder Judicial, que no son estrictamente los de la Corte Suprema. Significan el 85 por ciento de los recursos que el presupuesto le destina a ese poder del Estado. Serían administrados por una antigua candidata de Cristina, una militante -cómo no? de La Cámpora. En manos de la Corte Suprema quedaría sólo el dinero necesario para el funcionamiento de ese tribunal y de los organismos que dependen directamente de ella. Controlar el Poder Judicial. Es el viejo proyecto de Cristina. Nunca encontró una fórmula completa. Pero ahora tiene un plan. Plata y temor. El viejo recurso del kirchnerismo.
La Argentina no es todavía la convulsionada Venezuela. La sociedad opositora no está en la calle ni el Gobierno ordenó meter presos a los opositores. Aquí, quedan algunos medios periodísticos independientes (en Venezuela todos están muy condicionados) y el Poder Judicial tiene importantes retazos de independencia. En Venezuela todos los jueces que importan son chavistas.
El peligro es que los conceptos y las palabras de aquí y de allá son demasiado parecidos. Los problemas son similares. Inflación, escasez, falta de dólares, denuncias al voleo de improbables conspiraciones. ¿Podrá evitarse un final idéntico?