Está concluyendo el tiempo de un gobierno con Cristina Fernández a media máquina. Ha concluido el tiempo de un presunto cambio cimentado en una mayor confiabilidad. Jorge Capitanich, el jefe de Gabinete, habla sólo para la Presidenta o repite aquello que ella le indica. Axel Kicillof es un ministro de Economía que ignora cómo enfrentar a la inflación aunque debió blanquear su existencia. Antes por susto que convencimiento, aceptó las recetas ortodoxas del titular del Banco Central, Juan Carlos Fábrega, para imponer una tregua a la carrera del dólar.
Fue la propia Cristina la encargada de levantarle el velo a esa ficción. Regresó con su libreto preferido para intentar explicar una realidaddesordenada en todos los planos, en especial el económico. Culpó por las desventuras a los empresarios, banqueros, a la Justicia y a los medios de comunicación que no le son adictos. Hizo un impasse con el sindicalismo, tal vez, por la proximidad de las discusiones paritarias. Y borró de cualquier mapa a la oposición, con la salvedad del radicalismo. Curioso: emparentó su presente con las dificultades que tuvo Raúl Alfonsín en el epílogo de su mandato. Se aferró a algunos comentarios de un economista radical –Miguel Bein, ahora asesor de Daniel Scioli– para justificar que detrás de los problemas generados en su mayoría por el desmanejo del Gobierno, se agitarían fantasmas destituyentes.
Cristina admitió de modo implícito que su política de comunicación de estos años ha sido un fracaso.
No fue, en ese aspecto, original: todos los gobiernos derrotados –Alfonsín en los 80 y Carlos Menem en los 90– recurren a esa excusa. Ninguno se animó a un disparate, sin embargo, como el que disparó la Presidenta y repitió Capitanich: esperan que un fallo judicial, alguna vez, obligue a los medios periodísticos a publicitar los actos de gobierno. Una meta que consiguieron regímenes de matriz puramente autoritaria, desde Adolfo Hitler a Fidel Castro, pasando por Stalin o Benito Mussolini. El ensayo de Nicolás Maduro en Venezuela no da la tallapara pertenecer a tal categoría.
Con evidencia, de poco a nada le ha servido al Gobierno la millonada invertida para construir una maquinaria de medios estatales o paraestatales, que ahora se aproximan a los 180. Tampoco el gigantesco gasto publicitario o la manipulación del Fútbol para Todos. La ley de medios que, en hipótesis, favorecería la “democratización de la palabra” continúa siendo un incordio. Después del fallo favorable de la Corte Suprema esa norma corre el riesgo de ingresar de nuevo en un sendero judicial, del cual es ajeno el Grupo Clarín. Ocurre que aquella ley resultó muy deficiente en su origen y confección. El kirchnerismo, con Martín Sabbatella a la cabeza, el titular de la AFSCA, tampoco supo todavía armonizarla por la existencia de intereses políticos encontrados en su interior.
Esa crónica de una frustración, a lo mejor, potenció el enojo de Cristina contra la Corte Suprema por un fallo –similar a otros anteriores y otros que vendrán– que exige al Gobierno la distribución de publicidad oficial en Canal 13.
Nunca el kirchnerismo ha acatado esos fallos ni el máximo Tribunal se ocupó, con seriedad, de hacerlos cumplir. De siete jueces, sólo tres –Ricardo Lorenzetti, Carlos Fayt y Juan Carlos Maqueda– subrayaron en sus dictámenes la falta oficial. La observación de la Presidenta sobre el Poder Judicial sería más amplia que la que atañe al pleito con un sector del periodismo.
Cristina nunca terminó de digerir el rechazo parcial de la Corte a su reforma judicial, sucedido antes de la derrota en las primarias de agosto. Volviendo sobre sus pasos, y en el eclipse del poder, pretendería redoblar la apuesta: así debe valorarse la incorporación de dos miembros de La Cámpora (el diputado Eduardo De Pedro y el secretario de Justicia, Julián Alvarez) al Consejo de la Magistratura. La Cámpora es ahora el eje de la gestión kirchnerista, por encima del PJ.
El plan presidencial contaría con tres propósitos durante la transición. Los K manejan en la Magistratura la Comisión de Acusación.
Una herramienta poderosa para aplicar sobre los jueces que se consideren rebeldes.
Del control de los fiscales se encarga la Procuradora General de la Nación, Alejandra Gils Carbó. Un ejemplo es el desierto al que acaba de ser condenado José María Campagnoli, que investiga en parte la ruta del dinero del empresario K Lázaro Báez. El abroquelamiento kirchnerista se percibió la semana pasada en dos casos: la defensa cerrada de Capitanich a favor de Sergio Schoklender y Hebe de Bonafini en la causa por la construcción de viviendas con fondos públicos, tras un informe de la Auditoría General de la Nación; la descalificación de la indagatoria dispuesta por el juez Claudio Bonadio para el ex jefe de Gabinete, Juan Manuel Abal Medina, por supuesta malversación de dinero en publicidades oficiales. El fiscal Jorge Di Lello y el juez Ariel Lijo deberían tomar nota sobre esto: ellos tienen el escándalo Ciccone, que compromete a Amado Boudou. No les resultará sencillo progresar en la cuestión.
Otro objetivo de Cristina serían los fondos del Poder Judicial.
Ya intentó meterles mano cuando lanzó aquella frustrada reforma. El presupuesto de la Justicia asciende al 3,5% del global. De ese total, el 0,57% es administrado por la Corte Suprema. El resto corre por cuenta del Consejo de la Magistratura. Siempre se aduce que el organismo está trabado por motivos políticos. Que esa traba paraliza los concursos y deja muchísimos juzgados vacantes. Sería una verdad a medias: el Consejo sufre también un desfinanciamiento por gastos inexplicables. Antes de fin de año la Corte debió socorrerlo con una partida extra. Como broche de la ofensiva, los K se propondrían también ocupar la Administración General de la Corte, un sillón que está vacío hace tiempo.
Cristina también quiere que l os jueces ayuden a controlar los precios y evitar un desmadre inflacionario. ¿Cómo? Con fallos, según ella, que protejan los derechos de los consumidores. Una mirada digna de Lita de Lázzari, la consejera de TV en las épocas de Domingo Cavallo. Para la Presidenta, el alza constante de los precios debería combatirse con voluntad política (la campaña de “precios cuidados”), con la colaboración de los jueces, persiguiendo a los agiotistas(término que extrajo de la lectura de un discurso de Juan Perón de 1953) y silenciando a los medios de comunicación. De lógicas económicas, nada. ¿Nunca se habrá preguntado por qué motivo Néstor Kirchner gobernó casi sin inflación sus cuatro años?
. Kicillof no brindó un discurso diferente –no podía hacerlo– cuando comunicó que la Argentina enfrenta, de verdad, un problema inflacionario. No lo dijo de esa manera, aunque quedó registrado en el 3,7% que le adjudicó a la inflación de enero con el nuevo índice, cuya metodología de medición parece aún vidriosa.
Lo cierto es que aquella cifra significa la más elevada desde el 2002. Y aunque se trate de fórmulas distintas, según el Gobierno, representa un salto bastante superior al doble respecto del número difundido en diciembre (1,4%). Algo grave estaría sucediendo en la economía que, difícilmente, sólo los “precios cuidados” puedan corregir. Cristina no estaba en condiciones de sostener el antiguo índice también por razones políticas. La oposición tuvo en estos años, quizás, su más reconocido acierto con las mediciones paralelas. La de enero está todavía casi un punto arriba (4,6%) de lo anunciado por Kicillof. Las falsas estadísticas fueron además una manera de horadar la confianza internacional en la Argentina. Y el Gobierno debe volver a ese mundo, para tomar créditos, porque se le está acabando la plata. El FMI dijo que analizará el nuevo mecanismo y solicitó otras revisiones, entre ellas las del PBI.
El restablecimiento de alguna normalidad con el Fondo es una de las condiciones para que el Gobierno pueda acceder a los mercados financieros internacionales. Hay otras que, como esa, el kirchnerismo acepta a los tropiezos y a regañadientes. El Club de París aguarda una mueva misión luego del pobre último tránsito de Kicillof para saber cómo renegociar los US$6.000 millones que debe nuestro país desde el default. La única conclusión que extrajeron fue que no deberán conversar más con Hernán Lorenzino. El embajador recién designado en la Unión Europea habría sido, al parecer, desautorizado por Kicillof.
Por otro andarivel, donde el ministro de Economía no sería excluyente, el Gobierno busca un atajo para saldar el conflicto con los holdoutsque no entraron en los canjes de la deuda y litigan en los tribunales de Nueva York. Habría diálogo con un importante representante de un fondo de inversión para que se haga cargo de la compra de esos bonos en canje por una formidable compensación y facilidades para sus negocios en la Argentina.
Detrás de esos intentos se insinuaría más apuro que estrategia. Scioli le tendió una mano a Cristina en su viaje a Estados Unidos porque dijo que el Gobierno dará cada uno de los pasos demandados. A la vez, se exhibió como un posible heredero confiable.
Pero los hechos devoran sin remedio a las palabras. En paralelo, la Presidenta proclamó su solidaridad con Maduro por las marchas de protesta en Venezuela que derivaron en salvaje represión. Y denunció intentos de desestabilización, como lo hace aquí. En ese espejo opaco, antes que en ningún otro, ambiciona reflejarse Cristina.