La posibilidad de completar los dos largos años que quedan del período constitucional sin otra frustración para los sufridos habitantes de nuestro país requiere capacidad moral, amplitud de diálogo político y solvencia técnica. Con esas tres cualidades se puede realizar una amplia convocatoria con agenda abierta para ordenar la situación política, económica, social e institucional de manera de dejar el mejor país posible para la nueva administración, cualquiera que ella sea. La Presidenta, con la legitimidad democrática de su contundente reelección en 2011, es quien está llamada a conducir ese proceso. Para lo cual es importante que ella considere todos los elementos que pueden debilitar las cualidades necesarias para esa tarea.

Primero, el crescendo de denuncias acerca de transacciones incompatibles con las funciones públicas requiere de respuestas más sólidas que las que hasta ahora se han presentado desde el Gobierno. Asimismo, la percepción de que la Justicia está siendo impedida de resolver de manera independiente los casos existentes que involucran altos funcionarios del Gobierno debilita la necesaria capacidad moral para realizar la convocatoria amplia que nuestro país necesita. Dando vuelta la conocida frase que dice que las instituciones, (y las sociedades) como los pescados, se pudren por la cabeza, la ejemplaridad de conducta necesaria para conducir también empieza por la cabeza.

Segundo, las recientes convocatorias al diálogo del Gobierno, valiosas en sí mismas, se debilitan cuando se dejan importantes sectores productivos, laborales y políticos fuera de las mismas. Ninguna de las sociedades que en las últimas décadas han transformado exitosa y aceleradamente su estructura económica y social lo hizo sin amplios acuerdos (que es diferente de la idea insustancial de "estar juntos" o sacarse fotos con todos). Por otra parte, las sociedades divididas, inevitablemente, sufren deterioros económicos y sociales continuos. Esta división puede ser un problema insoluble en países marcados por profundos quiebres religiosos y étnicos o con enormes disparidades socioeconómicas. Pero dicha división es una construcción forzada en el caso de la Argentina, donde existen consensos societarios mucho más amplios que lo que la retórica de los teóricos del conflicto permanente sugiere, y donde las divisiones socioeconómicas, no obstante el deterioro de los últimos dos años y los terribles acontecimientos recientes, están lejos de llegar a fracturas irreparables, si se siguen políticas adecuadas.

Tercero, la solvencia analítica, basada en datos cuantitativos ciertos, es fundamental para el manejo de los complejos problemas de gobierno de un país como la Argentina. Por ejemplo, en el caso de la economía, que no es el área de estudios de la Presidenta, ella debería oír con mucho cuidado diferentes opiniones. Eso evitaría plantear objetivos fundamentales (como querer mejorar la inclusión social y la distribución del ingreso o evitar un ajuste recesivo), pero luego elegir políticas e instrumentos que van directamente en contra de dichos objetivos (como permitir el desborde inflacionario que afecta a los más vulnerables, o utilizar cepos, controles y restricciones productivas contradictorias que han hecho caer el crecimiento y el empleo cuando un ordenamiento moderado y a tiempo de la economía hubiera mantenido el dinamismo productivo y laboral).

Otro ejemplo es focalizarse solamente en la relación del salario real y el tipo de cambio cuando cualquier keynesiano informado que quisiera mantener la demanda agregada se enfocaría en la masa salarial, que combina el salario real y el empleo (y toda la experiencia muestra que este último se expande con un tipo de cambio competitivo). Lo mismo sucede con la inflación, donde el Gobierno, aunque también sus críticos, plantean diagnósticos parciales, como la lucha distributiva (Gobierno) o la emisión monetaria ligada al déficit fiscal (los críticos), cuando se necesita un enfoque integral de esas y otras variables que ciertamente requiere un tratamiento técnico competente y, sobre todo, un acuerdo político y social que encuadre todo el esfuerzo.

Hace ya varios meses le había escrito a un alto funcionario de este gobierno (sin esperar respuesta) con inquietudes similares y le decía, con preocupación, que el Gobierno corría el peligro de que una mayoría de la población terminara considerándolo peor que el gobierno de Menem en su moral pública y que el de De la Rúa en su competencia para gobernar. Para evitar la materialización de ese escenario, muy malo para el Gobierno, pero terrible para la Argentina, la Presidenta debería considerar seriamente las cualidades necesarias para conducir nuestra patria en los próximos dos años y luego actuar en consecuencia. Un primer paso sería llamar, con generosidad y humildad, a una amplia convocatoria económica, social y política. Aunque algunos argumentan que esto debilitaría al Gobierno, en realidad reforzaría la capacidad de gobernar en los dos difíciles años que vienen. En este sentido, las paradójicas promesas del Evangelio son siempre una guía: solamente el que es humilde será ensalzado; solamente el que se convierte en siervo de los demás tendrá poder, y solamente el que se entrega por los demás gana su propia vida.