De esos resultados hay dos que son cruciales para evaluar el rendimiento, tanto de las personas como de las instituciones y las empresas. El primero es el nivel de aprobación o de popularidad de una figura pública; el segundo es el grado de satisfacción con una marca, un servicio o una empresa. Para obtener estas medidas se solicita a la gente, elegida al azar dentro de una muestra representativa de la población, que fije sus preferencias en una escala. Así, un político recibirá una evaluación muy positiva, sólo positiva, neutra, negativa o muy negativa. Y un servicio o una empresa generarán mucha, alguna o poca satisfacción.

Más allá de esos datos esenciales, las encuestas permiten obtener mucha más información. Miden las expectativas respecto a la evolución del país, determinan los problemas que más preocupan a la población, permiten conocer la evaluación del gobierno, anticipan la intención de voto en las elecciones. De ese modo, se convierten en una herramienta formidable para evaluar al poder, aunque el método encierra postulados falaces que no pueden pasarse por alto. Con ánimo polémico, el sociólogo Pierre Bourdieu señaló tres. En primer lugar, la lógica del sondeo supone que todos los adultos están en condiciones de emitir una opinión; en segundo lugar, que esas opiniones poseen el mismo peso; en tercer lugar, que preguntar a todos lo mismo implica un consenso, que no necesariamente existe, sobre los problemas que afronta una sociedad.

Más allá de esas miopías, las encuestas arrojan una imagen del entramado social que guía al poder para tomar decisiones. En las democracias de baja intensidad del siglo XXI, los sondeos extienden la participación electoral mediante la emisión de opiniones acerca de distintos fenómenos de la coyuntura social y política. De algún modo, eso posibilita "votar" todos los días. Basta recibir una llamada telefónica o una visita domiciliaria donde se recabe lo que pensamos sobre los temas de actualidad. En ese momento, nuestra inteligencia es formateada por las escalas de satisfacción y popularidad, que la estadística convertirá en porcentajes. Y los porcentajes en dictámenes, que implicarán el éxito o la ruina de los dirigentes. Así, más o menos, funciona la sociedad devenida en "opinión pública".

¿Cómo se comportó esa opinión en 2013? En forma inestable y fluctuante, contrastando con lo ocurrido en 2011 y 2012. Hace dos años, los indicadores sociales y políticos registraron un permanente incremento, que culminó con la reelección presidencial con el 54% de los votos en octubre. Por el contrario, en 2012 las expectativas sobre el país, la imagen de la Presidenta y del Gobierno descendieron permanentemente, augurando el cierre del ciclo kirchnerista en 2015. En ese contexto, 2013 aparece como un año atravesado por ambivalencias, cuya interpretación es un desafío para los analistas. Evidentemente se trató de una transición, pero al cabo no queda del todo claro el cuadro de ganadores y perdedores, y la evolución posterior.

En un sentido, puede decirse que la Presidenta aprobó el examen de la opinión pública, aunque su popularidad termina en descenso. Según los datos de Poliarquía, comenzó 2013 con una aprobación de más del 50% y concluye con 45% de apoyo. Retuvo la aprobación mayoritaria entre enero y abril, cuando las denuncias de corrupción, la protesta social y las inundaciones cambiaron la tendencia. Sin embargo, en septiembre volvió a recuperar el apoyo de la mayoría, que se incrementó con su enfermedad y a pesar de haber perdido las elecciones. Durante este diciembre plagado de dificultades volvió a perder terreno. Concluye 2013 con más detractores que defensores.

La evaluación de su política económica, en cambio, se mantuvo constante según los argentinos que responden encuestas: en promedio, dos de cada tres la rechazaron durante los doce meses transcurridos. La inflación y un ritmo menor de creación de trabajo parecen la explicación más consistente de esa reprobación. En el curso de 2013 la inflación, el desempleo o el empleo precario adquirieron más relevancia que la inseguridad en los sondeos de opinión.

Por último, las encuestas registraron durante este año la aparición de un liderazgo político incipiente: el de Sergio Massa, cuyo rol opositor era registrado apenas por el 1% de la población en junio, mientras que en diciembre alcanzó al 30%. Su ascenso se aquietó tras las elecciones, con la recuperación de la agenda por parte del Gobierno. El resto de la oposición tampoco se destacó.

Hasta aquí las sumas y restas de la opinión pública. Más allá de ella está la sociedad, atravesada por complejidades que es preciso descifrar. El conjunto de la información -lo que dicen los números, lo que resta interpretar- proyecta un 2014 incierto, marcado por la incertidumbre económica y la transición política.