Es la elite del poder la que está puesta en cuestión, no sólo los políticos. Por cierto, son las grandes crisis económicas, con su secuela de desempleo y desprotección estatal, las que ocasionan el colapso que abruma a los líderes. Pero hay otros factores coadyuvantes de esa caída. El modo de responder a las dificultades es acaso el principal. Ante los problemas de legitimidad y consenso, los gobiernos suelen insistir en políticas desgastadas, descalificaciones de los adversarios, dogmatismo ideológico, prepotencia. O bien con llamados a la reconciliación hechos sin verdadero espíritu transformador.
Si hubiera que buscar un ingrediente común en el desgaste de los liderazgos, podría decirse que, ante todo, implica un quiebre de la confianza. Se trata, en principio, de una pérdida de crédito, de un modo pragmático de esperar que los líderes resuelvan, en un lapso determinado, los problemas públicos. Pero la crisis de confianza va más allá y tiende a agravarse en épocas de dificultad económica y anomia cultural. Se manifiesta como una convicción sobre la irrevocable distancia entre los que tienen poder y los que carecen de él. Entre los que acceden a una vida facilitada por la riqueza, las influencias y los acomodos, y los que día tras día deben padecer las dificultades y las desgracias de la calle, de la intemperie, del anonimato.
Cuando las sociedades pierden la confianza en sus líderes se alejan de ellos y de las instituciones que representan. La democracia pretende atenuar ese desgaste por medio de la alternancia. Se supone que nuevos liderazgos reemplazarán a los devaluados, dando lugar a un tiempo de reconciliación del pueblo con el poder. Alfonsín en su momento, luego Menem y los Kirchner significaron eso en la Argentina de las últimas décadas, hasta caer en el descrédito. El período que se abre ahora encierra una serie de interrogantes acerca de si la alternancia será verdadera, si la eficacia para resolver problemas se restablecerá, si prevalecerán la honestidad y el reconocimiento del adversario, si habrá verdad o simulacro. La democracia argentina está tan viva como fatigada. Los liderazgos se recortan, débiles, sobre ese horizonte incierto.
En medio de este desencanto, local y mundial, caen las declaraciones del papa Francisco, conocidas esta semana. Cuesta calibrar la profundidad de los contenidos y la radicalidad de los cambios que anuncian. Pero ante todo, y desde ya, son un mensaje crítico sobre la relación entre el poder y la sociedad. Tal vez el valor de este testimonio sea todavía mayor porque Francisco debe remontar la aberrante Iglesia de los abusos a menores, de la complicidad con el lujo, la corrupción y las dictaduras. El Papa habla en la situación de un rey desnudo y afronta al mundo con una autocrítica y una promesa.
Hasta donde entiendo, las respuestas de Francisco atacan tres pilares en los que se asientan las miserias del poder: el dogmatismo doctrinario, el abuso de autoridad y la falta de reflexión. Habla de la Iglesia Católica, su carga y responsabilidad personal, pero es una forma de referirse a la debilidad del poder mundial en distintos niveles y dimensiones. No es sólo el catolicismo el que corre el peligro de caer, o está cayendo, como un "castillo de naipes", es una concepción del liderazgo la que se encuentra cuestionada y debe revisarse.
Cuando Francisco dice que la Iglesia no puede seguir obsesionándose con el aborto, la homosexualidad o los anticonceptivos, le está solicitando que ceda el dogmatismo, expresado en las "pequeñas cosas", en las "reglas mezquinas" en las que se encierra, olvidándose de los problemas complejos y las realidades múltiples que atraviesan a las personas. Cuando el Papa pide misioneros y desecha a los "clérigos de despacho", está cuestionando el abuso de autoridad, la conformación de una casta de burócratas y prebendados que seca el carisma de la institución. Cuando Francisco habla de la necesidad de equilibrio, está poniendo el acento en la reflexividad, un atributo indispensable para ejercer el buen liderazgo.
Este Papa, en su inspiración, me recuerda a un entrañable personaje de la novela Divorcio en Buda , de Sándor Márai: el juez civil Kristóf Kömives. Un hombre que buscaba la verdad, mediante el discernimiento, tratando de ubicarse entre la justicia y los hechos, entre la doctrina y la historia. Sin condenar con el dogma, sin absolver livianamente. Una lectura del mundo liberadora y atormentadora a la vez.
Quizá la lección y la autocrítica de Francisco contribuyan a mejorar la calidad de los gobiernos. Urbi et orbi: los de la Argentina y los del mundo. Acaso el día de hoy sea propicio para imaginar que nuestro Papa ayudará a reverdecer la confianza en el poder. A provocar una nueva y estimulante primavera de los liderazgos.