Desde hace años no se hablaba, al menos en los términos categóricos en que hoy ocurre, sobre el desmesurado crecimiento del costo de las actividades agropecuarias. Con los precios del ganado estancados, cuando no en retroceso en relación con los dos últimos años, y con las bajas producidas últimamente en el precio de los principales cultivos -prenuncio temible, tal vez, de un cierre de ciclo-, la preocupación en el campo cuenta con más motivos que el destrato gubernamental.
El foro de debate abierto en Palermo, durante los días de la exposición anual que acaba de clausurarse, enriqueció las argumentaciones sobre el actual estado de cosas. Con un aumento del gasto público del 672 por ciento en la era kirchnerista, la política fiscal ha debido necesariamente expandirse en términos desconocidos hasta estos años. El campo ha pagado más que nadie esos excesos, que poco o nada han servido para mejorar la infraestructura indispensable para favorecer las exigencias de la vida rural y mucho para dilapidar una década excepcional para la Argentina en el mundo.
La recaudación por las retenciones sobre la soja ha estado, junto con el impuesto a las ganancias, a la cabeza de la recaudación impositiva, pero ha sido aquella la menos ajustada a una sana lógica tributaria entre todos los gravámenes que pesan sobre el agro. Ha sido un impuesto perverso, del tipo del "te quito mucho más que a los demás simplemente porque se me ocurre".
Son numerosos los impuestos que golpean sobre estas actividades: 12 propinados por la Nación; seis, por las provincias; tres, por los municipios, con un fisco que es, además, mal pagador. Por las normas vigentes, la AFIP debería devolver lo pagado por los productores en concepto de IVA dentro de no más de 90 días. Lo está pagando, sin embargo, a los 18 meses como promedio, con lo que eso significa de financiación a tasa cero para el Estado, justo en un país que se dirige a paso resuelto hacia una tasa inflacionaria anual del 30 por ciento.
Se sabe que en la provincia de Buenos Aires hay productores que no han podido afrontar el pago del impuesto inmobiliario y que se están acogiendo al régimen de facilidades que se ha abierto en la provincia para ése y otros impuestos. En Buenos Aires, el aumento de la contribución territorial ha sido, según las zonas, de entre 6 y 14 veces en relación con los valores preexistentes. Santa Fe, gobernada por los socialistas, no se ha quedado muy atrás: duplicó el impuesto inmobiliario en 2010, volvió a hacerlo en 2012 y lo acrecentó un poco más en 2013.
Todo esto ha incidido, por añadidura, respecto del pago del impuesto a los bienes personales, con lo cual la Nación, sin mover un dedo fuera de las sombras, se ha beneficiado con el brutal ajuste con el cual han acompañado tales desafueros algunas provincias. Los municipios han ajustado también de manera importante las tasas por servicios viales. Uno de los expositores de la Rural denunció que el campo paga 58 por ciento más de impuestos que otras actividades en términos de producto bruto interno.
¿Qué justifica que el Estado se quede con el 74 por ciento de la renta de los productores agropecuarios? ¿Cuál es el criterio para castigar de ese modo a la actividad cuyos índices de productividad y cuyas manifestaciones de creatividad innovadora están por encima de las del resto del país?
El agro ha aportado a la balanza comercial del país 51.000 millones de dólares anuales y ha recibido, en cambio, castigos reiterados por el honor de ser el sector políticamente más independiente, de más firmeza en sus convicciones, más ajeno a prebendas y subsidios oficiales. Un Estado inagotable en su voracidad recaudadora ha expoliado a un campo que comienza a encontrarse en situación mucho más ajustada que la de los últimos años, mientras la burocracia kirchnerista sigue financiándose, ya se verá hasta cuándo, con los préstamos que la Anses le hace, con el consiguiente riesgo para los jubilados y pensionados, y con la cuestionable e imprudente utilización de las decrecientes reservas del Banco Central. Sobre ese piso inseguro, los productores encaran una campaña signada por la elevación del precio de los combustibles, de las semillas y agroquímicos y del trabajo de los contratistas. Nadie está a salvo, entre todos ellos, del costo inflacionario.
El arco político debe notificarse de las voces de alarma que suenan respecto de lo que acaba de consignarse. El agotamiento de la rentabilidad del conjunto de las actividades agropecuarias, que debe conjurarse por lo menos hasta donde alcance una política interna restablecida en su seriedad, ya que el mundo dicta las propias reglas sin consultar a un país sin voz gravitante, puede anticipar un sombrío 2014 para el Estado y la sociedad en su conjunto. No sólo para los productores ganaderos y agrícolas.