PARIS.- Hace cien años, Stravinsky fue el destinatario, en ese mismo lugar, del abucheo más intenso que recuerda la historia de la música. Corría el año 1913 y el talentoso empresario y crítico Sergio Dhiaguilev fascinaba con la novedad de sus ballets rusos. Decidió estrenar la revolucionaria obra de un joven compositor que sorprendía con sus innovaciones. Tanto le entusiasmó el trabajo que contrató al coreógrafo Nijinsky para que dirigiese el ballet. Stravinsky trabajó en íntima colaboración con el coreógrafo porque le importaba sobremanera el vínculo entre la música y la danza, al extremo de señalar sobre la misma partitura algunas de sus exigencias. Se trataba de un desafío mayúsculo. Y el resultado fue un desastre? pero momentáneo.

En efecto, se dejaban atrás modalidades consagradas. El flamante siglo XX -que aún no se había lanzado a la secuencia de guerras atroces- vibraba con las innovaciones artísticas en el campo de la literatura, la pintura y la música. Allí combatía lo mejor del espíritu humano.

Dhiaguilev se enamoró de la partitura que le había ofrecido Igor Stravinsky, quien había recibido lecciones del propio Rimsky-Korsakov y se destacaba por su talento rupturista. Dado el anhelo de novedades que lo desvelaba, Dhiaguilev brincó de alegría al comprender que a sus manos había descendido un tesoro. El título en francés era Le sacre de printemps ( La consagración de la primavera ). Constaba de dos actos y se ambientaba en la cruel Rusia pagana. Describe el episodio del rapto y sacrificio de una doncella que debía bailar hasta morir para que los dioses permitieran el demorado estallido de la primavera. A diferencia de los ballets conocidos hasta entonces, Stravinsky se atrevía a innovaciones radicales que dejaban atrás los más audaces experimentos franceses conocidos hasta entonces.

En efecto, prescindía de las familiares secuencias y abandonaba la sincronía o el acompasamiento de las voces instrumentales, lo cual producía una sensación de imprevisión, impulso, brutalidad y desorden, como se supone que existía en los tiempos primitivos. Los ritmos se volvían irregulares por el constante cambio de compás o la utilización de punzantes sincopados que alteraban el equilibrio de los volúmenes sonoros. En el ritmo se sucedían pulsaciones desiguales, cortas y largas, estilo que se llama aksak (del turco, "rengo"), y es frecuente en la tradición de muchos pueblos del este de Europa.

Por cierto que abundan las disonancias, a las que con el tiempo el oído cultivado ha empezado a acostumbrarse. Su propósito era conseguir efectos onomatopéyicos que reforzaran la representación plástica de los bailarines.

En cuanto a las melodías, se suceden escalas y modos "antiguos" que se asemejan a los actuales, pero que no responden a lo habitual. Son melodías de corto recorrido, algunas en escala pentatónica, y que se repiten o entrometen con obsesiva frecuencia. Su orden es un sistemático y colorido desorden que mantiene un suspenso de novela.

La orquestación revela un virtuosismo asombroso. No sólo están presentes las innovaciones del maestro Nikolai Rimski-Korsakov, sino que va mucho más lejos con efectos de percusión violentos y rudos desconocidos hasta el momento. Predominan los instrumentos de viento respaldados por esa percusión alarmante que recrea el ámbito salvaje y primitivo. Las cuerdas que en general suelen predominar en una obra sinfónica se limitan al acompañamiento rítmico. Stravinsky logra un clima insólito. A partir de esta obra, los compositores del futuro ya no podrán ignorar estos nuevos recursos.

En la sala repleta del Théatre de Champs Elysées procuro imaginar al público que lo llenaba un siglo atrás, con la expectativa de conocer una obra deslumbrante. Pero una parte de ese público empezó a sentirse muy desconcertada, estafada, y descerrajó silbatinas que pronto fueron acompañadas por exclamaciones, risas y maldiciones. Quienes percibían que se trataba de algo nuevo, valioso, respondieron con más gritos. Entre los balcones y por sobre las butacas empezaron a volar cartulinas, sombreros y bolsas con golosinas. El escándalo crecía de forma acelerada. Nijinsky, tras las bambalinas, seguía dando transpiradas instrucciones a los bailarines para que no se desorientasen en medio de la batahola. La orquesta, dirigida por el maestro Pierre Monteux, hacía esfuerzos sobrehumanos para seguir la partitura. Este ballet había exigido una preparación excepcionalmente minuciosa, con un número inédito de ensayos que, según se afirmaba, llegaron a los ciento veinte. El compositor Camille Saint-Saëns abandonó el teatro golpeando el piso con su bastón, indignado. Muchos puños asomaban desde los palcos y varios caballeros cambiaban tarjetas para sus duelos inminentes, en tanto que las damas trataban de mantener en su lugar los sombreros, golpeados sin querer por brazos y codos ciegos. Una crónica señala que incluso hubo bofetadas de mujeres contra los caballeros furiosos. Mientras intentaba imaginar aquel ambiente, la orquesta de San Petersburgo -habían pasado cien años- desplegaba los vigorosos compases de Stravinsky como si lo hiciera en un templo abovedado de asombro.

En el año 1940, esta vilipendiada obra fue introducida en el film Fantasía , de Walt Disney, lo cual revela el calificado nivel artístico del que supo rodearse este singular realizador. Allí se narra la historia de la evolución de la Tierra desde el principio de los tiempos. Muestra sucesivas etapas, desde las iniciales moléculas hasta los dinosaurios, con el acompañamiento de una frondosa mitología. La banda sonora original de La consagración... fue editada para esta película y se redujo considerablemente, pero el inolvidable solo de fagot que luce en la apertura se repite al final.

Stravinsky visitó Buenos Aires varios años después, cuando su prestigio se había convertido en una roca. Fue huésped de Victoria Ocampo. Poco antes le habían devuelto la partitura original de La consagración de la primavera . Luego de hojear los envejecidos papeles, escribió en la última página: "Ojalá que quienquiera que escuche esta música jamás experimente la burla a que fue sometida y de la cual fui testigo en el Théatre des Champs Elysées en París, en la primavera de 1913".