Cuando llegue la hora, la más temida, toda Sudáfrica saldrá a las calles para despedir y honrar a Nelson Mandela, el líder cuya gesta extraordinaria inspira respeto, admiración y le ha ganado un lugar en el olimpo de los grandes líderes del mundo. Es el condenado a muerte que llegó a presidente, que impidió el suicidio de un país atrapado en el odio y el deseo de venganza; que según las circunstancias y el interlocutor, actuaba con la determinación de Churchill o la paciencia de Gandhi y que aprendió el idioma de sus enemigos sólo para entenderse mejor con ellos, para poder negociar un objetivo desproporcionado: que millones de personas, toda una nación, cambien de opinión.
Un hombre de esa dimensión no puede ser relegado, como tantos mortales ilustres, al espacio de la memoria colectiva, el homenaje o el bronce. Sería un apresuramiento y una equivocación pensar a Mandela en pasado. Un tropiezo regresivo de la política. Sobre todo, en tiempos de crisis en que la praxis de la política es cuestionada en tantas latitudes por no encontrar soluciones a viejos y nuevos problemas de la sociedad; por su insistencia en lo autorreferencial, en estar más atenta a la construcción de candidatos que a la búsqueda de consensos, a las encuestas que a las promesas que les hizo a los votantes. Una política que ha olvidado que, en Atenas, donde nació, era considerada como una de las formas de la moral.
Evocar hoy a Mandela es invocarlo. Como quien despliega un mapa en busca de un punto de referencia. A fin de cuentas, un hombre así aparece muy de vez en cuando en la historia. Su notoriedad como luchador político y social empezó temprano, en las aulas, donde estudió abogacía, pero fue durante la larga noche del apartheid y del traumático proceso de paz cuando su nombre alcanzó el aura de leyenda. Era la Sudáfrica en la que el color de piel lo definía todo: identidad, poder, libertad, castigo, riqueza, abandono.
Tanto su biógrafo, Anthony Sampson, como el periodista John Carlin, autor de El factor humano , tal vez el mejor libro que se haya escrito sobre la transición sudafricana, coinciden en que la grandeza épica de Mandela remite, como perfecta ironía, a la cárcel. A los 27 años que pasó recluido en una celda de cuatro metros por dos, en Robben Island. "El hombre que salió de allí -dice Sampson- era muy diferente del que entró." Había sido condenado de por vida a trabajos forzados, pero asumió que su celda sería, en los hechos, su war room personal. Desde allí definiría la estrategia de liberación y coordinaría las actividades de sus hombres de confianza, la mayoría de ellos miembros del Congreso Nacional Africano (CNA). La prisión, admitió Mandela, "fue una tremenda educación en la paciencia y la perseverancia. Ahí aprendí que la gente no odia, sino que aprende a odiar. También se le puede enseñar a amar y el amor llega más naturalmente al corazón humano que su contrario".
Sampson recuerda que la actitud más desconcertante de Mandela era que se negaba a criticar en público a sus adversarios, incluido el presidente Frederik de Klerk, quien terminaría entregándole el poder. Insistía en que su enemigo era el apartheid , no los blancos o quienes no lo apoyaban. Al ser liberado, en un discurso ante la CNA ratificó su postura: "He peleado contra la dominación blanca y he peleado contra la dominación negra; esta lucha no es otra que la del pueblo africano".
Uno de los más dramáticos episodios en los que puso en juego su popularidad y le creó enemigos entre sus seguidores fue la masacre de Sharpeville, en la que, durante una protesta contra los pases obligatorios exigidos por el gobierno, la policía mató a 68 manifestantes, hirió a 180 y terminó arrestando a otros 11.000. Las palabras de pacificación que pronunció ante los familiares de las víctimas encendieron el desconcierto y la furia. Albertina Sisula, una de las activistas más respetadas del CNA especuló, incluso, con la posibilidad de que Mandela hubiera perdido la razón debido a las condiciones inhumanas de su encierro. "Jamás podremos reconciliarnos con criminales que asesinaron a nuestros hijos, que torturaron y eliminaron a prisioneros en la cárcel", gritó Albertina ante la multitud.
La tensión racial, sabotajes, asesinatos, detenciones clandestinas y la tortura indiscriminada creaban en ese momento una atmósfera tan hostil que el gobierno tuvo que recurrir al vocabulario militar y a una enorme dosis de imaginación para describir la situación como una "guerra civil de baja intensidad". En el escenario de tierra arrasada de Sharpeville y en un país en el que el 79,9% de la población es de ascendencia negra, cualquier otro político se habría refugiado, por lo menos, en el silencio. No Mandela. Insistió en su táctica más exitosa: persuadir al otro, vender su idea. "Nuestro pueblo lleva demasiado tiempo muriendo innecesariamente -les dijo-. Si no somos capaces de frenar otra matanza, les aseguro que la única sangre que correrá será la del hombre negro." Eran palabras sencillas, de consuelo, pero que podían ser escuchadas por la multitud como un insulto.
Visto en retrospectiva, Mandela parecía ser siempre el único en conocer el estrecho sendero que serpenteaba, entre catástrofes, hacia una paz duradera. Ese don, porque de algún modo hay que llamarlo, y su asombroso manejo de los tiempos fueron determinantes para que la minoría blanca abandonara el temor ancestral a un gobierno negro. También, para que la mayoría negra aceptara, después de una marcha de cuatro siglos, que la pulsión vengativa alimentada por tantas humillaciones debía ceder para poder levantar los cimientos de la primera democracia multirracial que conoció el país fundado por los bóeres.
El centro de gravedad del método Mandela siempre fue escuchar al otro, no importa quién ni en qué contexto. "Si quiere hacer las pases con su enemigo -escribió en sus memorias-, usted no tiene otra alternativa que trabajar con él. Es una de las tareas más difíciles para un político. Lo que debe comprender es que no son los enemigos lo que lo asustan; en realidad les teme a las ideas del enemigo, al valor que éstas puedan tener." Durante la campaña electoral que lo llevó a la presidencia repitió, como un mantra, que el verbo reconciliar es el más difícil de conjugar en la política. Lo que está en juego es el temor a ceder demasiado o demasiado pronto, pero la cuestión decisiva es el orgullo de quien negocia porque el orgullo es siempre un factor impredecible.
El obispo Desmond Tutu, su compañero de lucha, que compartió con él y con Frederik de Klerk el Premio Nobel de la Paz, se refirió en un sermón a dos ejemplos que, a su entender, describen con precisión la humildad y el coraje de Mandela. Recordó que era un hombre tan seguro de sí mismo, de su misión en la vida, que en el proceso de transición no se rehusó a negociar, cara a cara, con funcionarios de un gobierno que había ordenado tatuarle un número en el brazo, al igual que en Dachau o Auschwitz. Durante su detención en Robben Island fue el prisionero 466/64.
El otro ejemplo que mencionó Tutu se remonta al año 2005. Ya en la presidencia, Mandela decidió rechazar la idea de presentarse a un segundo mandato, como le sugerían su grupo íntimo y sus ministros. Ningún otro presidente en el mundo tenía tanta popularidad y su "sonrisa de 1000 voltios", como la describió John Carlin, no dejaba dudas acerca del resultado de la elección. Mandela les respondió que sería mucho más útil fuera del gobierno, recorriendo una vez más su país. Su intuición de estadista fue la correcta. Retener el poder otros cuatro años era lo esperable, el clamor de su gente, la ambición de un presidente en ejercicio, pero Mandela no quería despertar ninguna sospecha acerca del futuro de la nueva democracia. Debía ajustarse a la ley y al concepto de alternancia. Fuera del gobierno tendría más libertad para avanzar en su legado: la consolidación de la paz y un mayor acercamiento entre los cinco grupos étnicos que figuraban en el viejo catálogo del apartheid .
El segundo no de Mandela fue previo al Mundial de rugby, que se jugó en Sudáfrica ese mismo año. La selección anfitriona era, para la mayoría de la sociedad, uno de los símbolos perfectos de la supremacía blanca. El boicot internacional contra el apartheid le había impedido al equipo participar en las ediciones de 1987 y 1991. La escena de un presidente negro reunido con la selección sudafricana podía terminar en desastre, incluida la violencia urbana. Pero, una vez más, Mandela supo ver algo diferente: una nueva oportunidad de extender su mano a dos sociedades enfrentadas durante siglos para que, por primera vez, alentaran a un mismo equipo. Abordó un helicóptero, vestido con la camiseta verde y la gorra de la selección nacional, y descendió en el estadio en el que practicaban los jugadores. Les estrechó la mano, posó con todos para una foto histórica y se quedó un buen rato contando chistes. La magia había funcionado. Sudáfrica derrotó a Nueva Zelanda en la final y nadie, ni un solo espectador, insultó al presidente en el estadio.
La política siempre fue el arte de lo posible. Mandela fue más allá.