Cristina Fernández está casi fuera de control. Ese estado de ánimo afloró, sobre todo, en sus dos desorbitadas intervenciones públicas de la semana que pasó, en Córdoba y Rosario. El fallo adverso de la Corte Suprema que, por inconstitucional, anuló la elección de consejeros para la nueva Magistratura fue el primer golpe que desacomodó su emoción. La confirmación de que Sergio Massa enfrentará al cristinismo en las legislativas de Buenos Aires representó el toque de gracia para su humor fisurado. Seis de los siete principales jueces del país ya conocen de la boca presidencial el vendaval que se avecina. Sobre el nuevo actor político no ha dicho nada aún, pero el intendente de Tigre tomó previsiones. Las últimas negociaciones de su Frente Renovador ocurrieron en la clandestinidad, fuera de los lugares tradicionales y sin teléfonos a la vista. Massa sabe que no la pasará mejor que los magistrados que se animaron a trazarle aquel límite al Gobierno.
La irrupción del intendente promete dar vuelta como una media la escena bonaerense. La posibilidad de un triunfo cristinista en ese territorio se torna ahora incierta. Ello pondría en riesgo el valor de una elección clave para el futuro de la Presidenta. Sobre esos votos descansan la ofensiva contra el Poder Judicial, la reforma constitucional de nuevo proclamada y la esperanza de una continuidad a partir del 2015.
En suma, todo. Tampoco el paisaje sería el mismo para Francisco De Narváez. Su eficaz eslogan electoral de “ella o vos” podría verse diluido con la presencia de Massa. Mauricio Macri entendió el significado de la maniobra y optó por levantar las candidaturas del PRO en Buenos Aires. Se cobijó bajo la estructura del jefe municipal. Pero desnudó una debilidad: su proyecto presidencial carece todavía de anclaje en el distrito más importante.
Massa le copió, en algún tramo, el libreto a Cristina. Hizo de su decisión un secreto hasta el final. Comunicó su candidatura sobre el cierre del plazo legal. Pero, a diferencia del hábito presidencial, realizó repetidas consultas con la buena cantidad de intendentes que resolvieron respaldarlo. Así, articuló una lista donde incorporó a políticos, empresarios y sindicalistas. Logró dos cosas: una enorme expectativa alrededor de su figura; la morigeración de las presiones cristinistas, donde predominaba la idea de que el dirigente no se animaría a un salto tan audaz. También existió, fuera de esos deseos, otra realidad objetiva: Massa no hubiera dispuesto de margen para declinar el último día sin hipotecar sus planes de la gobernación o, tal vez, la Presidencia para el 2015. Demasiado capital político había en juego.
Daniel Scioli caminó los últimos días con un pie en cada orilla. Esperó en vano el llamado de Cristina. Un enviado suyo, el jefe de Gabinete Alberto Pérez, conversó con Carlos Zannini. El secretario Legal y Técnico no le abrió ninguna puerta. Pérez no acostumbra ser un hombre corajudo. Pero le disparó reproches a Zannini. Después de ese encuentro llegaron los aprietes para que el gobernador aceptara ser candidato.
“Eso es lo único que jamás haré”, repitió Scioli. El cristinismo perseguía una movida de jaque: desplazarlo de la gobernación para entronizar al vice, Gabriel Mariotto; solucionar un problema en el armado de la lista bonaerense ante la ausencia de postulantes taquilleros. Cristina hizo medir a Alicia Kirchner entre las preferencias bonaerenses y nunca quedó conforme. Optó por el intendente de Lomas de Zamora, Martín Insaurralde y por Juliana Di Tullio, la jefa del bloque de diputados.
Aunque ella misma se pondrá al frente de la campaña.
El desamparo obligó a Scioli a entablar conversaciones impensadas. El gobernador se reunió, por lo menos, dos veces con Massa.
“Jugar va a ser difícil. Pero si nos quedamos quietos nos matarán igual”, lo intentó persuadir el intendente. Le prometió que, de arribar a un acuerdo, declararía sólo su interés por la gobernación para el 2015. Dejaría intacto el sueño de Scioli sobre la sucesión. Pero pedía que, a cambio, el mandatario provincial incorporara a su esposa, Karina Rabollini, en el lugar de principal acompañante en la lista. Scioli permaneció en ese lapso en el peor de los mundos. Fue tironeado por su propia interna. Oyó a militantes del sciolismo –la corriente Juan Domingo– que le aconsejaban cerrar trato con el intendente de Tigre. Algunos de sus ministros le dijeron que era preferible conservar el statu quo, aun sabiendo que podría ser presa fácil de la tirria cristinista. En ese caso, caería el juramento de Massa de no pelear en el próximo turno presidencial.
Ese juramento cayó.
Scioli terminó tomando la decisión acorde con su personalidad y su historia política.
“No puedo, no puedo”, le dijo ayer a la mañana a Massa, que esperaba su respuesta. Se aferró a explicaciones que parecieron remontar la memoria a Fernando de la Rúa cuando, en octubre de 2001, dijo que las legislativas no eran importantes para su futuro.
“No me quiero meter en este lío. Prefiero estar al margen de todo”, cerró la charla con el intendente. Quizás el pánico de ese momento le impidió una mirada limpia: Scioli no tendrá paz: ya es rehén del cristinismo, deberá lidiar contra Massa y, quizá también, contra De Narváez.
Superada la decisión estratégica de participar, le aguarda a Massa otro desafío de igual o peor calibre. El tono de su campaña.
El intendente pretende no hacer anticristinismo explícito.
Pero será aguijoneado desde todos los costados. De Narváez y Margarita Stolbizer podrían colocarlo en un lugar incómodo confrontando siempre con el Gobierno. El cristinismo se apresta además a provocarlo con sus armas menos nobles.
Habrá que ver, por otra parte, cómo el intendente de Tigre consigue sacar beneficio de un fenómeno que se empezó a vislumbrar antes del lanzamiento de su candidatura. El posible corrimiento de varios intendentes que, por razones de financiamiento, están todavía ligados al Gobierno. Algunas cosas sucedieron: dos jefes comunales de importantes distritos del oeste bonaerense negociaron lugares a concejales en las nóminas del massismo. Un ardid que ya ocurrió en el 2009, cuando Cristina sufrió su única derrota electoral.
La demora de Massa en blanquear su situación electoral reconoció también otras razones. Deseaba saber qué acontecía con la elección de consejeros. La Corte se expidió, en ese sentido, más rápido de lo que imaginó. Privó así a Cristina de un hipotético recurso que muchos murmuraban: si el fallo hubiera salido con los plazos electorales vencidos podría haberse tentado con el aplazamiento de las primarias.
No hay nada de eso a la vista.
El cristinismo puso su mira sobre los seis jueces del dictamen adverso y reflotó, a través de varias voces, la ilusión de la reforma constitucional. Un clásico de la Presidenta: la fuga hacia adelante en momentos críticos.
Ningún sendero, sin embargo, aparece despejado. Cristina redobló su carga contra los jueces con palabras hirientes. Su tropa hizo lo mismo e incluso promovió un escrache contra uno de ellos, Juan Carlos Maqueda. El primer objetivo presidencial sería destronar a Ricardo Lorenzetti como titular de la Corte. Lo acusa de haber uniformado en ese cuerpo casi todas las opiniones. La excepción es Raúl Zaffaroni. Nunca advierte que la amalgama principal habría sido derramada por su propio Gobierno no bien se desencantó con el máximo Tribunal aquel famoso 7D, al no fallar como quería sobre la ley de medios. Los jueces resultaron, desde ese momento, acorralados. Otro ensayo pasaría por la destitución de Carlos Fayt. Cristina le dedicó días atrás una descalificación. Pero para cualquier intento de destitución, el cristinismo demandaría los dos tercios en el Congreso.
Una cifra inalcanzable.
Para aumentar el número de miembros de la Corte sería preciso sólo la mayoría simple. La tiene. Pero luego vendría el largo proceso de selección de los nombres. No cerraría con las urgencias que demuestra el Gobierno. Esos escollos ayudarían a comprender la nueva ofensiva por la reforma constitucional. Sus voces fueron los ultracristinistas y sectores judiciales que se han partidizado. La jueza María Garrigós de Rébori la reclamó en nombre de Justicia Legítima. No habría honrado la memoria del magistrado que la incorporó al Poder Judicial: Horacio Rébori, un hombre de conducta y de derecho.
Esa supuesta reforma buscaría modificar el orden jurídico y permitirle, de paso, la continuidad a Cristina. Pero la fragmentada oposición ha juramentado que impedirá la maniobra. El cristinismo en el Congreso habría comenzado a pensar en una modificación de la ley de Consulta Popular Vinculante y No Vinculante. Se trata de una iniciativa parlamentaria que se votó en mayo del 2001, cuando la gran crisis se incubaba. Esa norma aclara que cualquier consulta nunca podría abarcar a nada que ya se encuentre reglado por la Constitución. ¿Una consulta, además, en medio de un proceso electoral convulsionado? Habría más enceguecimiento e impotencia que verdadero cálculo en cada acción oficialista.
A un año y medio de su segundo mandato, Cristina ha prescindido del sindicalismo y del PJ, ninguneó otras alianzas, volvió sobre los oportunistas, como Amado Boudou y Juan Manuel Abal Medina, y permanece aferrada a La Cámpora, la viga maestra del proyecto. Gobierna en medio de una inconmensurable soledad.
Esos hechos trasuntarían, sin dudas, un agotamiento de sus reservas políticas. También, tal vez, de su bagaje intelectual. Aquel lenguaje pulcro que la supo distinguir parece haber mutado definitivamente en chabacano.