A ese interrogante lo acompaña otro, complementario: en el caso de que Massa intervenga, ¿en qué fuerza política lo hará, a quién representará? La resolución del enigma desvela a los candidatos y los angustia porque, especulan, si el intendente de Tigre participa ellos deben reevaluar sus chances, debido a que él marcha adelante en todas las encuestas.

En la jerga de la política se utiliza el verbo "jugar" para referirse a la participación de un dirigente en una elección. Así, todo se cifra en saber y prever si fulano "juega" o no "juega". Esta terminología, que parece ingenua, esconde, sin embargo, algunas claves del modo en que se hace política aquí y en el mundo en esta época. El caso de Massa resulta ilustrativo: es el furor de la elite política, que lo ve como cuco o salvador; es la figura que bate récords en los sondeos, siempre y cuando se mencione explícitamente su nombre; apenas se sabe que dirigió la Anses y fue jefe de Gabinete; lo conocen bien los vecinos de su ciudad, para el resto no es más que una cara simpática, un porte juvenil y un apellido contundente.

En contraste con las preocupaciones de la clase política, el ciudadano medio piensa en otra cosa. A la luz de los sondeos, está crecientemente preocupado por la inflación, la escasez de trabajo, los delitos y las penurias de viajar y sobrevivir en el tumulto cotidiano. Muestra el ánimo decaído y mira el futuro con pesimismo. Interrogado acerca de la política ensaya un gesto de desdén y distancia. Si se trata de una persona de edad mediana, con cierta educación, puede responder: "No me interesa, los políticos no resuelven mis problemas". Si se trata de jóvenes o de individuos desprejuiciados, acaso espeten, con la rabia que me expresó hace poco en el Sur un muchacho desocupado: "La política es para afanar".

Sin embargo, toda esa gente, más allá de su rechazo a la política, concurrirá a votar en las próximas elecciones. Parte de ellos participarán en marchas opositoras, en festivales político-musicales convocados por el oficialismo o en protestas en torno a problemas locales. Seguirán el contrapunto entre Lanata y el Gobierno, se acomodarán en la platea para no perderse la saga de las denuncias y sus réplicas. Otros, tal vez los menos, discutirán sobre la actualidad, averiguarán el currículum de los candidatos, meditarán sus decisiones a la hora de votar. En definitiva: de una u otra manera todos estarán involucrados en la política en los próximos meses, aunque ese rótulo no goce de prestigio ni otorgue confianza.

Fenómenos nuevos, poco meditados u opacados por el fragor de la confrontación atraviesan la política que finalmente atrapará a los argentinos en el año electoral. Las transformaciones, cada vez más veloces y acentuadas, muestran el declive profundo y acaso irreversible de las organizaciones partidarias, desbordadas por individuos que trascienden como imágenes fugaces, no como personalidades meritorias. La política actual se construye con liderazgos personales, amplificados por una aceitada maquinaria de publicidad, agencias de prensa, consultores de opinión y gurúes de campaña. En ese nuevo espacio público ya no alcanza con el resultado de las elecciones; la legitimidad democrática se convierte en un proceso ininterrumpido, alimentado por los sondeos, cuyos resultados adquieren un peso similar a las cotizaciones bursátiles.

Lejos del ruido de la disputa electoral y las alienaciones de la video-política, algunos aportes académicos ayudan a iluminar estos fenómenos. En el reciente libro Sin programas, sin promesas. Liderazgos y procesos electorales en Argentina , una compilación de estudios realizada por los profesores de la UBA Isidoro Cheresky y Rocío Annunziata, se explica el sentido de estos cambios. Los investigadores rebautizan al proceso político como "democracia continua", destacando el requerimiento cotidiano de legitimación ante una ciudadanía desconfiada, la caducidad de los partidos y la preponderancia de los liderazgos personales basados en encuestas.

Uno de los riesgos que entreven los investigadores es que una democracia de estas características quede atrapada entre el decisionismo de los líderes mediáticos y el reclamo social confinado a la negatividad. En otros términos: que las instituciones terminen colapsando, demolidas por un combate entre cacerolas y líderes de ocasión, devenido en espectáculo.

Como decía un filósofo: los símbolos dan que pensar. Quizá Sergio Massa, por encima de sus méritos y defectos, no sea más que eso. Un símbolo, o mejor un síntoma, de la precipitación, de la continuidad frenética, de las imágenes y los montajes de prensa, de la banalidad de la política sin instituciones.