El populismo es reencarnación de la monarquía absolutista en la Modernidad, un festival del ancien régime celebrado hoy en nombre de la revolución social. Nada más parecido a los viejos monarcas que los modernos déspotas del populismo triunfante, como han comprendido quienes le pusieron Rey Castro a uno de los restaurantes cubanos de esta capital.
Lejos de ser la vanguardia de la Historia, el populismo impregna la escena política con los aromas rancios de la era monárquico-feudal. En el lugar donde las revoluciones liberales y democráticas erigieron la república, el populismo entroniza a la nación; donde construyeron la independencia de poderes, restaura al monarca y al caudillo que todo lo comandan desde el Ejecutivo; donde había federalismo impone el estado unitario y su gran caja domesticadora; donde existía limitación de poderes reconstruye el viejo y querido poder absoluto; donde crecía la interdependencia de los pueblos intenta sacralizar la soberanía nacional, expresión resucitada del poder del soberano sobre el territorio y sus súbditos. Donde había Estado de Derecho, el populismo hace crecer el despotismo y la arbitrariedad, y donde se había levantado la muralla que separaba la propiedad pública de la privada, santifica la apropiación monárquica del patrimonio estatal.
El proyecto populista no es contingente ni espontáneo. Por el contrario, tiene un método y un objetivo precisos: la reducción del ciudadano autónomo de la Modernidad a la condición de cliente, esa versión posmoderna del siervo de la gleba. El populismo genera clientes sin distinción de clases a través de su programa fundamental, el Clientelismo para Todos: subsidios, blanqueos y negociados para los de arriba; transporte, energía y fútbol gratis para los del medio; planes sociales, choripán y ladrillos, para los demás. Sobra decir que en plena era de la sociedad global del conocimiento la epopeya populista está destinada al fracaso; lo que no quiere decir que no logre arrastrar al abismo a una sociedad entera.
Y bien, la Argentina Solidaria es la cara complementaria del populismo. Nace de las catástrofes causadas por él y de la falta de toda solidaridad real. Desempeña, en el reino kirchnerista, la misma función indispensable que en las monarquías del medioevo desempeñaba la caridad. Su objetivo es la domesticación del ciudadano, su reducción a la dependencia y la abolición de todo intento de autonomía mediante la instrumentación de los buenos sentimientos de las conciencias culpables y las almas bellas. Su expresión final ha sido la dramática jibarización del ciudadano argentino de los años ochenta, reducido a resignado consumidor en los noventa y a súbdito y cliente, hoy. El populismo y su complemento social, la Argentina Solidaria, lo hicieron, constituyendo uno y legitimando la otra este nouveau régime que ha gobernado el país casi sin interrupciones desde 1989, con consecuencias que no hace falta mencionar.
No. No estoy diciendo que donar colchones para los inundados de La Plata esté mal. Estoy diciendo que no habían terminado de contarse los muertos que ya los grandes medios de comunicación exaltaban la enésima epopeya solidaria de los argentinos y exhalaban el resabido incienso de la autoglorificación de la sociedad nacional. Como si no lleváramos dos décadas de votar gobiernos que viven de la reducción a la miseria de un tercio de la población. Como si no fueran los miembros de ese tercio los que murieron ahogados porque los recursos para las obras públicas terminaron en los bolsillos de los funcionarios democráticamente elegidos del "roban, pero un peso vale un dólar" de los noventa, y el "roban, pero estamos mejor que hace diez años" de hoy. Como si la sociedad argentina no hubiera consentido las aniquilaciones que ocultaron las sucesivas tres platas dulces: el genocidio político de los setenta; la masacre social de los noventa, y las catástrofes ferroviarias, automovilísticas y pluviales de la actualidad. Como si no fuera evidente todavía qué es lo que sucede cuando un país se dedica de cuerpo y alma a una fiesta consumista y la financia con la demolición de su propio capital de infraestructura, y con la subordinación al Clientelismo para Todos de su autonomía individual y social.
Como ayer la monarquía, el populismo vive de los pobres. Económicamente, porque su miserable mentalidad de suma cero le impide imaginar una fuente de enriquecimiento que no pase por la apropiación de lo ajeno. Políticamente, gracias a que la Argentina Solidaria convierte los derechos en graciosas concesiones otorgadas por el poder, destruyendo todo orgullo y dignidad personales. Y sin orgullo y dignidad no hay salida de la pobreza sino victimismo y marginalidad. Por el contrario, los actos de la Argentina Solidaria consolidan un arriba y un abajo menos determinado hoy por el hambre que por la humillación. Que las pecheras de la misma fuerza política a cargo de los gobiernos nacional, provincial y municipal responsables de la masacre de La Plata presidieran los operativos solidarios no es un accidente sino una consecuencia inevitable de esta situación.
El populismo mata. Por eso es suicida la resistencia a ignorar los orígenes históricos de este estado de cosas; como si las pecheras de La Cámpora fueran la encarnación del mal en la Tierra y la Fundación Evita una manifestación de la divinidad. Es que la Argentina Solidaria es la parte femenina del matrimonio monárquico, cuyo componente masculino han sido siempre el caudillo populista o el dictador militar. La Evita convertida en hada buena de los pobres desempeñó un papel insustituible en la construcción de la leyenda de Perón, uno de cuyos principales efectos fue el reemplazo de los orgullosos sindicatos socialistas, comunistas y anarquistas por un sindicalismo reducido a columna vertebral de las decisiones de cerebros ajenos y a merced de las concesiones del aparato estatal. Y es precisamente su apelación a la Argentina Solidaria la más clara reafirmación del carácter complementario del Partido Militar y el Partido Populista que entraran juntos a la Casa Rosada en 1930. A la sucesión de intervenciones solidarias que construyó el imaginario del Partido Populista, el Partido Militar le opuso el mayor evento solidario de nuestra historia: esa maratón televisiva por Malvinas en la cual se legitimó el envío a la muerte de miles de jóvenes pobres del interior. Los chocolatines con mensajes de aliento para esos soldados que aparecieron en los quioscos de Rosario fueron el testimonio implacable de esa perversión.
La Argentina Solidaria -es decir, la autocomplacencia de la sociedad argentina en su supuesta solidaridad- es un flagelo porque refuerza el orden existente, que es el de la catástrofe. De "los argentinos somos derechos y humanos" de la dictadura a "la Argentina, un país con buena gente" del kirchnerismo, a la Argentina Solidaria de la sociedad civil nacional. Autoabsolución, disimulo, autocomplacencia, persecución del que critica. La receta perfecta para la infinita repetición. El método infalible para el eterno-retorno al desastre general. Así, lavando hoy la culpa del irresponsable votante de la tercera plata dulce, la kirchnerista, la Argentina Solidaria prepara el advenimiento de la cuarta, a nombre del populista de turno en 2015. ¿Cómo podría alguien atreverse a levantar el dedo acusador contra ella?, proclaman sus voceros. ¡El pueblo es lo mejor que tenemos!, entona el coro de los amanuenses del ancien régime neopopulista feudal. Es escuchando esta melosa melodía que olvidamos, autocelebratoriamente, lo sucedido en el terreno de lo real: el horror del genocidio; la masacre de una guerra infame; la reducción a la marginalidad de una tercera parte de la población nacional, realizada en veinte años con nuestro consentimiento y nuestros votos.
La Argentina Solidaria es el discurso que usamos los argentinos para disimular nuestra responsabilidad en los horrores que supimos conseguir; la parte del relato que oculta la verdad de la despiadada lucha de todos contra todos en que se ha convertido la vida cotidiana en este país. En las calles, los lugares de trabajo, las empresas, los clubes, el Estado: no hay más que mirar alrededor. Caso único en el mundo, treinta años de democracia nos han dejado el saldo de una mayor desigualdad, un mayor número de pobres e indigentes y una estructura social aún más injusta que la que dejó la dictadura en 1983. Es éste el fruto de decisiones tomadas abajo y arriba de las que no somos de ningún modo irresponsables. Un juez a cargo de la causa que afirma que nunca sabremos la cantidad de muertos en La Plata. Una Presidenta que exige al gobernador de su propia fuerza política que no los oculte más debajo del colchón. Y en medio de todo esto: bóvedas secretas, euros que se pesan, amenazas a fiscales, visitas de dictadores, pactos con el diablo, leyes de narcoblanqueo y aniquilación de toda independencia judicial.
Celebremos pues la Argentina Solidaria de la manera en que se lo merece: diciendo adiós a la República Argentina. Nunca fuiste, y sin embargo, te vamos a extrañar.