A medida que los golpes de la realidad perforan el relato, esos motivos crecen en cantidad y en gravedad. Y uno es débil y reincide.

Esta semana a Cristina no le bastó con haber dejado sellada, voto en el Senado mediante, la ocupación del Poder Judicial. Montó además un show con la plana mayor de su equipo económico en el que Lorenzino, luego de que Moreno recordara cómo se mide el alza de precios en el país de la fantasía, logró mascullar por fin, sin sonrojarse, los números de la inflación. Eso hubiera justificado el acto, pero el Gobierno, cuya divisa es hacer caja a cualquier costo, anunció medidas que delatan su idea del progresismo: los que menos tienen son los que más pagan, o los que siempre pagan en lugar de los poderosos.

Recapitulemos: primero, el Gobierno crea un cepo al dólar (cuando, según los testimonios que suma el escándalo Báez, quienes se llevaban los billetes afuera eran sus amigos); ahora, para paliar el daño que produjo el cepo, invita a repatriar los dólares en negro eximiéndolos del pago de impuestos. Se incluye aquí, claro, la plata mal habida. Las valijas pueden hacer el camino inverso. Miles de kilos. A la luz del día.

Pero me resisto a seguir por aquí, pues tengo la impresión de que pegarle al kirchnerismo se está convirtiendo en un deporte inútil. Después de Once, de las inundaciones, de la "democratización" de la Justicia y del caso Báez, todo está más o menos a la vista. El kirchnerismo es una fractura expuesta y ya sabemos de qué está hecho el hueso. Con decisiones cada vez más autoritarias a medida que la realidad embiste con mayor fuerza el sueño de la Presidenta, ya no hay relato ni cartón pintado capaz de maquillar las verdaderas intenciones: consagrar la impunidad y el poder perpetuo. Esto es claro, al menos a los ojos de los que quieren ver. Porque del otro lado están los que viven en ese sueño. Y ellos no quieren despertar. Así las cosas, además de obvia, la crítica se vuelve reiterativa. La más encarnizada incluso acarrea otros riesgos, pues alienta una polarización que resulta nociva por lo que deja afuera: el resto de la sociedad. Tal vez sea hora de escuchar mi cansancio. Tal vez sea hora de dejar el kirchnerismo por un rato para hablar de nosotros. Tal vez sea hora de preguntarnos cómo hemos llegado hasta aquí.

Lo escuché el otro día, en medio de un almuerzo de periodistas e intelectuales: la argentina es una sociedad que se acostumbra a cualquier cosa. Eso responde en parte a la pregunta: nos hemos ido acostumbrando a la progresiva degradación de la vida social y política. Pasamos del sobreseimiento de Oyarbide por el incremento patrimonial de los Kirchner a la recién aprobada reforma judicial. Vamos (van) de la parte al todo. Sin prisa pero sin pausa, en un proceso en el que lo inconcebible, más temprano que tarde, termina integrado al paisaje.

Sin embargo, hay un dato incómodo: Santa Cruz siempre estuvo ahí. Algunas voces lo advirtieron. Pero preferimos, quizá para eludir los desafíos de la realidad, aceptar el cuentito que nos hacían (después convertido en relato). Aunque nos hagamos los cínicos, somos cándidos monaguillos: creemos. Creemos -o queremos creer- que la cosa no puede ponerse peor. El costo del desengaño es alto, pero aún así soslayamos las evidencias y adaptamos la lente para ver sólo aquello que estamos dispuestos a ver.

En esto nos parecemos a Cristina. Y no es raro. El Gobierno es también creación nuestra, de toda la sociedad, incluso de aquellos que no lo votamos. Se ha repetido hasta el hartazgo que todo gobierno de algún modo refleja la sociedad de la que surge. Hoy el espejo del nuestro nos devuelve la imagen exacerbada de aquellos aspectos que como sociedad tendemos a negar.

Si de algo puede jactarse el kirchnerismo es de conocer la trama de la sociedad argentina. Sabe leerla, y en especial sus zonas más oscuras, abyectas o vulnerables. Gracias a esa habilidad ha sabido someter a distintos sectores con métodos humillantes. A los insumisos (el periodismo crítico, parte de la Justicia) los combate sin miramientos. El miedo, la extorsión, la ley del más fuerte, el vale todo, no son inventos de los Kirchner. Pero ellos han llevado el uso de estos dudosos instrumentos a extremos insospechados en una democracia. "Por eso nadie quiere hablar -le dijo Miriam Quiroga, la ex secretaria de Néstor Kirchner, a Jorge Lanata-. Porque son parte. Él tenía el control de todo." Los Kirchner actuaron como si pocos aquí estuvieran libres de pecado. Y, en sus términos, no les fue mal.

Como dice la ex secretaria, todos somos parte. Cada cual, cada sector, sabrá en qué medida. Como no lleguemos a reconocerlo, estaremos condenados a repetir el mismo destino una y otra vez. Al final quizá descubramos que el kirchnerismo, de alguna manera, nos guste o no, es parte nuestra. Y tal vez ése sea el principio del cambio.