Sería tonto suponer que las restricciones que está concibiendo la Unión Europea para frenar la importación de biocombustibles de EEUU, Indonesia, la Argentina y otros países, es otro fugaz episodio de trasnochado proteccionismo. Tanto en Washington como en Bruselas hay quienes piensan que el uso del etanol y el biodiesel ya no sirve para reemplazar con ventaja a los combustibles fósiles y que conviene desguazar por completo la agro-energía.

Dejando de lado el análisis legal del enfoque adoptado por Bruselas para amparar a su propia industria, el primer punto a tener en cuenta es que la UE habla menos y actúa más. Las exportaciones estadounidenses de etanol a Europa ya quedaron sujetas al pago de un derecho antidumping del 9,5%. A su vez, los refinadores norteamericanos de etanol de maíz no serían ajenos a las presiones que se ejercen sobre la Casa Blanca para aplicar una restricción a las importaciones del etanol de caña brasileño, alegando que 34 de las 211 plantas de tanol que industrializan maíz en EEUU están paradas o semi-paradas por los efectos discriminatorios de una norma de calidad de la Agencia de Protección Ambiental que beneficia a ese insumo.

El segundo punto es que un cuarteto de organizaciones ambientalistas del que participa Greenpeace, acaba de recomendar a la UE la lisa y llana eliminación, antes del 2020, de la producción regional de biocombustibles elaborados con materias primas agrícolas. Alegan que el uso de productos como el maíz es contrario al desarrollo sostenible del planeta, crea riesgos estructurales para la seguridad alimentaria y el equilibrio ecológico, agrega un elevado costo económico (royalties) y resulta incompatible con las acciones contra el cambio climático.

Esta segunda iniciativa fue preparada a solicitud de ONGs acostumbradas a lidiar con éxito en Bruselas, Estrasburgo y Washington. Ello permite inferir que la discusión acerca del futuro del etanol y el biodiesel excederá el paraguas del proteccionismo comercial para inundar el aire con argumentos de tinte político, alimentario, industrial y ambiental. También existe un potencial conflicto en materia de soberanía y aplicación extraterritorial de la ley, si subsisten las disposiciones europeas y estadounidenses referidas a los usos indirectos de la tierra arable de las naciones exportadoras de biocombustibles.

Pero esta vez la fraternidad ambiental está pegando, quizás en complicidad con varios gobiernos (el francés y sus aliados más directos), donde le duele a la gobernanza del Viejo Continente. Al exigir la reforma profunda y perentoria de las Directivas sobre Energía Renovable (RED) y sobre Calidad de los Combustibles (FQD), atacan dos pilares centrales de la lucha contra el cambio climático. Son las disposiciones concebidas para reemplazar por biocombustibles el uso de combustibles fósiles, política con la que se esperaba alcanzar, en el 2020, una reducción del 15% en las emisiones de carbono en el transporte carretero y ferroviario (la descarbonización).

Tanto el texto explicativo como los fundamentos de la propuesta que depositaron en Bruselas las ONGs ambientalistas (contenidos en el informe Reencarrilar la Política Verde de Transporte en la UE), fueron encargados llamativamente a la consultora holandesa CE Delpht y no a los equipos que suelen trabajar en esas organizaciones.

Ese informe contiene enfoques y medidas alternativas sobre transporte, energía, política industrial y agrícola orientados a conseguir los mismos objetivos que contemplan las Directivas que se sugiere enmendar. Dos de las medidas se orientan a proponer la máxima electrificación posible de los transportes terrestres y apostar al uso de combustibles surgidos de la quema de residuos provenientes del consumo humano (bio-metano), y de desechos orgánicos agrícolas, a fin de que sean esas las nuevas fuentes de bio-energía. Sin embargo, el Informe CE Delpht no oculta que se trata ideas complejas y difíciles de instrumentar.

Las recomendaciones incorporan la noción de eliminar horizontalmente todos los subsidios directos o indirectos que recibe la producción y el comercio de biocombustibles, premisa que goza del beneplácito de los gobiernos del G20.

El lector especializado sabe que durante 2012 tanto la UE como EEUU incumplieron por primera vez los objetivos legales de producción y mezcla de etanol con combustibles fósiles y que ese dato revela la vocación oficial de evitar confrontaciones con las huestes ambientalistas y el interés de brindar una respuesta política, bastante ajena a las reglas de mercado, para el costo del maíz que se emplea en las industrias de la carne del Atlántico Norte y de otros productores, como Brasil.

Aunque no deja de ser políticamente extraño, e incorrecto, mezclar el debate económico sobre la propiedad intelectual y el costo del maíz, con el valor social de bienes públicos supremos como la protección sanitaria, del medio ambiente y el clima, sería irresponsable desconocer estos datos. Si tales reformas prosperan, la noción de lluvia de divisas dejará ser una alusión a las prósperas exportaciones de alimentos para limitarse a inspirar nuevas letras de tango.