Vale la pena el ejercicio de comparar aquél momento esperanzador del regreso al estado de derecho.
El campo insinuaba que podía ir a más. Después de años de estancamiento, se percibía un creciente interés por la tecnología. En 1982 un contingente de más de 150 productores acudía a la convocatoria de la revista Dinámica Rural para visitar el Farm Progress Show en Iowa, por entonces la mayor muestra de tecnología agropecuaria en acción. Me tocó conducir ese tour.
Un año después, se realizaba en La Laura de Chacabuco la Primer Exposición Dinámica del Progreso Agropecuario. Un puñado de fabricantes de maquinaria y compañías de insumos tecnológicos inauguraba la saga de este tipo de muestras, que se convertiría con el tiempo en un poderoso dinamizador del afán de progreso del sector. Se perfilaba la Segunda Revolución de las Pampas.
Sin embargo, había severas trabas para que el campo soltara amarras. En lo productivo, en lo comercial, en la infraestructura. La cosecha se había estancado en torno a las 40 millones de toneladas. La producción de carne y leche languidecía. Había dificultades externas, es cierto, bajo la presión del proteccionismo y los subsidios crecientes de los países desarrollados. Pero el verdadero problema estaba aquí adentro. Los derechos de exportación y multiplicidad de tipos de cambio castigaban a quienes apostaban por la tecnología. Un dólar para comprar mucho más caro que el dólar para vender.
En lo comercial, la estructura era obsoleta. Monopolio estatal del comercio de granos, puertos “sucios” en manos también de un estado que no invertía, falta de dragado y balizamiento, ferrocarriles abandonados.
Fue allí cuando apareció un documento llamado “Informe 84”, que proponía unas pocas medidas. Elaborado por un grupo de expertos y coordinado por Enrique Gobbée y Eduardo Serantes, proponía terminar con los derechos de exportación y con la discriminación hacia el agro. También, desregular el sistema portuario, liberalizar el comercio exterior y crear nueva infraestructura de transporte. Aseguraban que era el punto de partida para llegar, en cinco años, a una cosecha de 60 millones de toneladas.
Pero no hubo caso. Se mantuvo el modelo. En 1989 la producción había caído a 27 millones de toneladas. Con el Banco Central exhausto, Alfonsín dejó el gobierno antes de finalizar su mandato.
En 1991 llegó la convertibilidad. Fue muy duro para el campo, con dificultades de adaptación al uno a uno. Sin embargo, la existencia de un solo dólar válido tanto para comprar como para vender, desató el nudo tecnológico. Vino una explosión en el uso de insumos modernos, como los fertilizantes, herbicidas que facilitaron la siembra directa, importación de máquinas herramienta para que la industria local de equipos agrícolas se hiciera más competitiva.
Al mismo tiempo, se desreguló el cepo portuario. Llegaron enormes inversiones en muelles y plantas de molienda de oleaginosas, que acompañaron el crecimiento de la producción. Así, de aquellas 27 millones de toneladas de 1989, se pasó a las 60 del Informe 84 ya en 1997. Tres años después, se saltaba a las 80. Y la inercia seguiría hasta el 2006.
Hace ya cuatro años que estamos por alcanzar las 100 millones de toneladas, pero la realidad es que esa meta no se logró. Ahora tenemos el Plan Estratégico Agroalimentario, que se propone -sin decir cómo- superar las 150 para el 2020. Aun cuando en estos tiempos ideologizados parece una quimera, la tentación de decirlo es grande: sería interesante repasar las recomendaciones de aquel Informe 84.