Pero, como en toda transacción, existe una letra chica que no suele leerse. Se consume la política como se compra un producto, distraídamente, sin tomar las debidas precauciones. Sólo que, en este caso, no hay devolución, al menos hasta el próximo comicio. La representación política es un vínculo opaco e inasible. O un espejo roto, como escribió Ernesto Laclau.
Cuando sucedió la tragedia de Once, donde murieron 51 personas aplastadas entre los fierros de un tren cotidiano, se me ocurrió pensar en el tipo de contrato que ellos, junto a millones de compatriotas, habían firmado con sus representantes. Es altamente probable, constaté, que la mayoría de esos trágicos usuarios, por su procedencia social, hubieran votado al Gobierno. Las investigaciones políticas explican por qué lo hicieron: mejoras tangibles en el trabajo, las jubilaciones, el poder de compra, los subsidios y los planes sociales les permitieron recuperar una vida más digna, renovar los electrodomésticos, acceder a vacaciones, ampliar la vivienda, adquirir una moto, cambiar el auto.
Mientras tanto siguieron haciendo interminables colas en los hospitales públicos, sufriendo asaltos y asesinatos, siendo testigos de la pobreza y de la venta de droga en el barrio con complicidad política y policial; jugándose la vida (que al final perderían) en transportes atestados y en pésimo estado; viendo languidecer a sus hijos en la escuela pública, dilapidando horas ante cortes de calles y rutas por protestas que agredían su derecho a circular.
Mejorar la vida privada, perder la vida en la calle: fue una dolorosa iluminación. Esta gente, me dije, firmó un contrato con el Gobierno sin advertir las cláusulas escritas al dorso. Examinado en detalle, el acuerdo estipulaba: "Te aseguraré progresos comprobables de la puerta de tu casa para adentro, ingresos, consumo, equipamiento; de la puerta de casa para afuera quedarás librado a tu suerte. Nos ocuparemos de tu vida privada, no de la vida y el espacio públicos; gobernaremos para hacerte feliz en la intimidad; a cambio deberás soportar la anomia y el riesgo cotidiano de salir a la calle".
Hay algo paradójico y acaso perverso en esta transacción. El Gobierno que propuso ese contrato dice que vino a recuperar la política. Hasta donde entiendo, la política remite a los valores, los bienes, los espacios y los servicios públicos. La política es antes la polis que la militancia; el fortalecimiento de los lazos sociales más que la retórica machacante del Estado paternalista. La política construye personas solidarias y comprometidas con la sociedad, no compradores de bienes replegados tras rejas y alarmas.
Por esos juegos de la imaginación y la lectura recordé a Jean-Jacques Rousseau. La voluntad general, decía el autor de El contrato social, rechaza los intereses particulares, los juicios subjetivos, las personalidades. Su esencia son los fines compartidos por la mayoría. "El interés privado tiende siempre a las preferencias; el interés público, a la igualdad", era la consigna del filósofo. Con ese espíritu, afirmaba que el contrato social preserva a los individuos de las dependencias personales, para atar sus destinos al de la comunidad. Pese a su candor reaccionario, Rousseau legó a la política una idea de cuño religioso, firmemente enraizada en la historia de Occidente: la importancia de los lazos comunitarios sobre los individuales, la relevancia de lo público frente a lo privado.
Según los sociólogos del norte desarrollado, el hombre roussoniano está en extinción. Argumentan que el espacio público, escenario por excelencia de la política, se vacía inexorablemente a medida que los ideales de vida se tornan cada vez más individualistas, espoleados por el consumo y el narcisismo. Hay que construir una personalidad antes que una sociedad, la felicidad es un hecho íntimo; comprar aplaza la angustia, acumular bienes es un signo de distinción: premisas de un mundo de seres desasidos de la sociedad, replegados sobre sí mismos.
A no engañarse: la letra chica del contrato populista profundiza esa tendencia. Privatiza la esfera pública, fomenta súbditos consumidores, se desentiende de la voluntad general. Promueve inadvertidamente el egoísmo neoliberal que dice combatir.