El gobierno de Buenos Aires está entre la espada y la pared. Por un lado, se halla frente a un poder central que lo acosa de diversas formas y hace sentir su peso retaceándole recursos por coparticipación; por el otro, ante una política provincial de gasto público alineada con las fantasías del kirchnerismo, Scioli se encuentra urgido por aumentar los recursos económicos y financieros de Buenos Aires. Su distrito se encuentra en grave déficit fiscal: para el equilibrio de las cuentas, faltan entre 10.000 y 14.000 millones de pesos.

Después de que fracasaron en la Legislatura bonaerense un par de sesiones destinadas a debatir el proyecto de revalúo de tierras, el gobernador ha debido, en primer lugar, preguntarse sobre el juego solapado del que pudieron haber participado, para el fracaso del quórum, algunos de los integrantes del bloque oficialista. Una vez repuesto de ese fracaso, ha sido sensible a la claramente inconstitucional recomendación de que legisle en materia impositiva por decreto.

Así están las cosas, con las entidades representativas del campo todavía dispuestas al diálogo y a la negociación con La Plata, pero soliviantadas por la magnitud del costo fiscal que tendrán para los productores y propietarios de tierras el revalúo y el aumento de alícuotas previstos en la iniciativa elaborada por la administración bonaerense.

Generaciones de familias vinculadas con las actividades rurales aguantaron a pie firme, no sólo en Buenos Aires sino en todo el territorio nacional, los años de empobrecimiento ganadero y agrícola de los años setenta, ochenta y de casi la entera década final del siglo XX. La política se ha acordado del campo sólo cuando se produjo a comienzos del nuevo siglo una reversión de los términos de intercambio y el valor de las materias primas recuperó, sobre todo los granos, niveles resignados desde una centuria atrás.

Nadie se acordó del campo por largo tiempo, con excepción de sectores populistas que impulsaron algún trasnochado proyecto de reforma agraria que hubiera hundido a más gente en la pobreza. Los productores siguieron, sin embargo, aferrados a sus fundos, salvo aquellos a los que abatió alguna de las múltiples crisis de sucesivas épocas. Mejoraron líneas genéticas de razas e introdujeron nuevas y más rendidoras pasturas, trajeron la siembra directa y reafirmaron el concepto de rotación de cultivos, incorporaron tecnología de vanguardia y aprovecharon la revolución productiva de las semillas transgénicas.

No han sido generados por casualidad los beneficios obtenidos por el campo en los últimos diez años, aunque haya caído del cielo la posibilidad para el Estado de succionar, como lo hace, gran parte de esa riqueza. El campo argentino ha estado preparado como el que más para aprovechar los cambios habidos en particular en los precios de las commodities agrícolas. Quien lo desconozca ignora uno de los procesos más significativos y conmovedores de la Argentina profunda.

Es ése el antecedente en el que hay que ubicar el debate de estos días sobre la cuestión impositiva en Buenos Aires, o el otro, aún más grave, que ya se resolvió en la dirección perversa en Entre Ríos. Un campo bonaerense de 10.000 o 12.000 dólares la hectárea paga 20 dólares por contribución inmobiliaria anual, pero su producción está gravada con unos 400 dólares la hectárea en concepto de retenciones. La cuestión de fondo no concierne, pues, a si se debe aumentar o no el valor de la contribución inmobiliaria rural, sino al sistema fiscal general confiscatorio que ha impuesto un populismo insostenible a este ritmo en el país.

Aumentos de hasta el 300 por ciento o más como consecuencia del revalúo y la modificación de alícuotas del impuesto inmobiliario tendrán consecuencias sobre los tributos a los bienes personales y a las ganancias presuntas -recaudados por el Estado nacional- y harán todavía más onerosos los gravámenes en Buenos Aires a la transmisión gratuita de bienes. ¿A título de qué, pues, el gobernador de Buenos Aires, cuya política ha sido en varios órdenes menos temeraria que la del gobierno central, va a malquistarse con un decreto de su puño y firma con sectores ponderables de la población bonaerense, poniéndose así de espaldas al sano criterio administrativo?

Por el contrario, debería exigir con más firmeza lo que la Casa Rosada le adeuda en buena ley equitativa de los recursos coparticipables y debería exigirse a sí mismo y exigir a los suyos más responsabilidad en el cuidado de los recursos fiscales. No es posible que hoy se esté discutiendo en las principales provincias del país -Buenos Aires, Córdoba, Santa Fe- hasta dónde y cómo endeudarse, incluso con la emisión de eventuales monedas fiduciarias, por culpa de la liviandad, por decir lo menos, con la cual las trata el gobierno federal.

Cabe esperar que el gobernador de Buenos Aires recapacite. Tiene todavía un crédito político que ha sido ya negado a otros. Las encuestas de opinión más serias sitúan su imagen por encima de la de la presidenta de la Nación. En lugar de apelar a los decretos, debería buscar consensos. El gradualismo en la aplicación de nuevas medidas en algunas disciplinas puede ser un camino más lento, pero de más seguro recorrido que otros. Lo mejor que podría hacer es escuchar y aprender de lo que está a la vista en el amplio y triste panorama de la República.