La distinción entre Estado y sociedad civil se hizo clásica con Hegel y fue reinterpretada por varios pensadores, entre ellos Antonio Gramsci, para quien la revolución consistía más en la hegemonía sobre la sociedad civil que en la toma del poder político. Dicho en otros términos, quiere decir que en las naciones la política y las instituciones, por un lado, y la economía y la sociedad, por el otro, se desplazan por dos andariveles o vías férreas paralelas, que a veces se tocan pero otras no.
En la Argentina hubo varios ejemplos de esta dicotomía. En la década del 30 del siglo pasado hubo una prolongada crisis político-institucional, derivada del golpe cívico-militar que depuso al gobierno de Hipólito Yrigoyen. Pero ya a mediados del período, hacia 1935, cuando se habían superado los efectos de la Gran Depresión mundial, se inició una etapa de prosperidad y acumulación de riquezas que se iba a prolongar por muchos años y bajo gobiernos de diferentes signos políticos. Pero hubo un ejemplo de sentido contrario: la crisis de fines de 2001 y comienzos de 2002, que fue a la vez político-institucional y económico-social, y cuyas consecuencias el país todavía está pagando. Esta última crisis volteó un gobierno, el de Fernando de la Rúa, pero además produjo un descalabro económico y social que hizo caer a millones de argentinos al borde o por debajo de la línea de la pobreza, diezmó a la clase media y aumentó la marginalidad social y la violencia hasta límites extremos.
Y esta doble crisis de 2001-2002 -imputable a la impericia del gobierno de la Alianza (UCR-Frepaso y otros), al desmedido impulso de retorno al poder del justicialismo y sus aliados, a la inflexibilidad de los sindicatos y a muchos otros factores- todavía está incrustada en la realidad política, económica y social argentina. No se la puede negar porque está a la vista, porque estalla por doquier y reaparece como los fantasmas en muy diferentes escenarios, pese al triunfalismo del discurso del Gobierno. Ni la gran victoria electoral obtenida por Cristina Fernández de Kirchner el año pasado ni el mantenimiento -aunque algo descendente- de los altos índices de popularidad de la Presidenta alcanzan para aventar esos fantasmas y evitar que sobre la sociedad argentina sobrevuele el peor de los miedos: el miedo al futuro.
Porque de eso se trata, del futuro. La crisis internacional que golpea sin piedad a Europa, Estados Unidos, América latina y el mundo entero ha puesto en duda la idea de progreso, y hasta esa relación que parecía incólume entre capitalismo y democracia hoy se ha vuelto incierta. Después de la Segunda Guerra Mundial, en 1945, se iniciaron lo que algunos historiadores definieron como "los treinta gloriosos años", un período de crecimiento económico sin precedente, de expansión de la clase media, de una gran movilidad social vertical ascendente y de una cada vez más equitativa redistribución del ingreso. Ese modelo de sociedad, que muchos asociaban a la idea de progreso indefinido y constante, que atravesó gobiernos de muy diferentes orientaciones políticas, hoy parece estar cayéndose a pique, o al menos sufriendo golpes y sobresaltos de una dureza inesperada. El fin de los "treinta gloriosos", que algunos sitúan entre 1950 y 1980, alimenta ese clima de miedo al futuro.