El sistema republicano llegó manco a las elecciones y sale de ellas igualmente lisiado. La concentración de poder por parte del Frente para la Victoria alcanza, a partir de ahora, dimensiones inéditas. Si la democracia representativa implica un sistema de partidos, no puede menos que admitirse que esos partidos no son hoy sino una sombra. ¿Qué control real sobre las previsibles desmesuras del oficialismo será practicable en estas condiciones?
Es cierto que el oficialismo no puede ser responsabilizado por la decadencia de la oposición. Pero no deja de ser significativo que no haya manifestado durante la campaña la menor preocupación ante esa decadencia, es decir, ante los efectos perniciosos que ella tendrá sobre la vida institucional del país.
Nadie fue a votar anteayer como lo hizo el 14 de agosto. El 23 de octubre no encerraba incógnitas significativas. La verdadera incógnita para muchos es la que promueve el resultado de la elección. ¿Con todo el poder en su mano, el oficialismo buscará la mesura o profundizará la confrontación?
El nombre de Néstor Kirchner sigue siendo decisivo. Lo colma de valor simbólico un trabajo de inconfundible artesanato peronista. En consonancia con él, es más que factible que Cristina Fernández insista en presentarse, tras esta victoria arrolladora, como la módica ejecutora de sus convicciones más íntimas y de su incomparable clarividencia política. No es así, sin embargo. Ella ha logrado lo que él no logró. La tragedia personal le abrió a la Presidenta el camino de la épica. Cristina Fernández demostró, con su creciente autonomía y su indiscutible habilidad retórica, que era capaz de hacer de él su obra maestra y transformarlo en un gigantesco emblema orientador de la sociedad mientras, al unísono, lo disolvía como el severo tutor de sus días. Vertebrada por la exaltación del recuerdo y el dolor compartido con su pueblo por una pérdida personal irreparable, la figura de su esposo se desvaneció materialmente para ganar estatura mitológica. Ahora, mediante un triunfo electoral avasallador, la Presidenta consuma la conversión de la memoria de su esposo en la fuente orientadora de sus aciertos y en el estandarte de una sociedad en marcha hacia su redención. En otras palabras: con esta victoria aplastante de su viuda, Néstor Kirchner pasa a ser definitivamente un paradigma y Cristina Fernández, a su vez, una contundente realidad.
Esa victoria es igualmente singular por ser la de alguien reconocido tanto emocional como económicamente por quienes la votaron. A la gratitud que despierta su figura en buena parte de un electorado que sumido en la pobreza no se ahoga ya en la miseria, poco le importan los procedimientos mediante los cuales se lo respalda como se lo hace ni cuál será la perdurabilidad real de esta política de regalías. Menos aún importan esos procedimientos entre quienes se gratifican con la abundancia súbita del consumo. Entre los pobres triunfó el clientelismo y no el ejemplo de Toti Flores. En la clase media, la disconformidad de ayer fue barrida por los buenos vientos de la abundancia. El carpe diem horaciano es en ella un mandato indiscutible.
Nunca una elección presidencial reflejó tan hondamente la dificultad argentina para construir un bipartidismo significativo, es decir, un bipartidismo en el cual quien saliera derrotado no dejara por eso de representar a un sector amplio y compacto de la sociedad. E, igualmente, un bipartidismo en el cual quien saliera victorioso no viese facilitado, por su triunfo, el tránsito hacia el monopolio del poder.
¿Quiénes y qué resta en pie en la orilla del disenso? La tenacidad de un periodismo que no se concibe sino ejerciendo su libertad crítica y una opinión pública diaspórica y principista, pero sin dirigencias capaces de aglutinarla en torno a un liderazgo imantado por el don de persuasión. Una tenue excepción reluce en ese horizonte ganado por la opacidad: el Frente Amplio Progresista. Una propuesta que pareciera emerger, lenta y módicamente, del orden metafórico que ocupó hasta hoy en el plano nacional para ingresar a la realidad, es decir, a un orden de representación algo más amplio y efectivo. ¿Coincidirán el fervor de muchos de los que lo votaron con la perseverante y ardua tarea que deberá emprender el FAP para ganar el peso electoral que exigirán los desafíos del año 2015? Lo mismo cabe preguntarse con relación a Pro.
En la Unión Cívica Radical en cambio ha triunfado Cronos. Los hijos no han podido con el padre y han terminado devorados por la fe desmedida en los beneficios del parentesco sin poder hacer suyas las virtudes de la singularidad.
Eduardo Duhalde pasará a la historia como el atinado presidente que supo ser en un tiempo en el que la insensatez lo gobernaba todo. No fue ni será el dirigente que derrotó al kirchnerismo.
Elisa Carrió, que supo nuclear a su alrededor a un grupo formidable de figuras rebosantes de integridad y aliento protagónico, termina como los iracundos del Infierno dantesco: destrozándose a sí misma a dentelladas tras haber contribuido a despedazar todo lo que la hubiera podido enriquecer.
Me temo que en este escenario caracterizado por la falta de equilibrios parlamentarios la Argentina nacerá, a partir del próximo mes de diciembre, no a un nuevo orden político sino a una intensificación desusada del orden político vigente. En él, las prácticas monopólicas del poder y el liderazgo férreamente personalista encontrarán, es previsible, escasas barreras para terminar de imponer sus criterios. No obstante, nadie deberá mirar hacia el kirchnerismo para señalar a los primeros responsables de esa desproporción. El kirchnerismo no es sino el producto terminal de una transición incumplida desde el autoritarismo hacia la democracia republicana, de la injusticia social a la sociedad del trabajo y la educación.
Es más que probable que, a partir de aquí, se inicie la construcción abiertamente sistemática del kirchnerismo como doctrina llamada a asimilar y disolver en su seno las enseñanzas culturales del peronismo. De su rotunda fortaleza política extraerá el kirchnerismo ahora su más ambicioso arsenal conceptual. Irá por la educación para moldearla a su solo criterio. Irá por la información para profundizar el descrédito de toda disidencia. Lo hará como lo ha hecho ya con tantas cosas. Con los derechos humanos y con el Consejo de la Magistratura, entre otras. ¿Por qué se desprendería de la unilateralidad ahora que todo lo puede?
Cuesta creer que, tras ocho años de intransigencia kirchnerista en la materia, la presidenta reelecta vaya a optar por la interlocución y la convivencia con quienes no comparten sus convicciones. Bueno sería que lo hiciese. Pero el voto mayoritario acaba de convalidar su concepción y su práctica del poder y, en ellas, el ejercicio del verticalismo es central.
El populismo no derrotó al sistema de partidos. Se impuso donde éste ya no existía. A la mitad del espectro electoral que concurrió a esta elección no se le ofreció una alternativa confiable para competir con el oficialismo. Podía perder con cualquiera de los muchos que integraron el arco de propuestas anémicas a disposición. Pero no podía ganar con ninguno.
Hace ya mucho que la Constitución está en manos de los hombres y no los hombres en manos de la Constitución. Admito que no siempre la experiencia es buena consejera pero, en las actuales circunstancias, opto por lo que ella enseña. Estoy persuadido de que la Presidenta seguirá las lecciones impartidas por su esposo y, una vez más, acomodará las imposiciones de la ley a sus necesidades. Lo previsible, por eso, es el rumbo que seguirá la gestión desplegada por el próximo gobierno. Imprevisible, en cambio, es el destino de la oposición, es decir, el porvenir de un sistema de controles republicanos que asegure la subsistencia del pluralismo y supere su actual irrelevancia. Otra lógica, más abierta a la negociación y menos beligerante, deberá gobernar las relaciones entre mayorías y minorías si se aspira a refundar en el país el valor de las instituciones. Cabe preguntarse, finalmente, si es a eso a lo que se aspira.