Un éxito aplastante como el de anteayer es una gran tentación para que Cristina Kirchner interprete que el modelo económico de alto consumo, crecimiento e inflación fue plebiscitado en las urnas y debe ser mantenido sin cambios, mientras aguante.
De la misma manera votó seguramente una gran mayoría de argentinos que comparten esta política. E incluso quienes quizá puedan no comulgar con sus formas o instrumentos, pero en los últimos años también consiguieron empleo privado o público, aumentaron sus ingresos o su facturación, pudieron acceder a mejores niveles de consumo o recibieron ayudas o subsidios estatales para sobrellevar los aumentos de precios.
La minoría que votó en contra difícilmente se oponga a estos fines, salvo que haya quedado fuera de cualquier beneficio. Pero muchos reparan en los medios: así como está, la economía necesita que se corrijan coordinadamente las distorsiones que fue acumulando y quedaron subordinadas al objetivo electoral del Gobierno.
Hay un común denominador que enlaza los dos fenómenos y es restablecer la confianza en la sustentabilidad de la política económica para asegurar el crecimiento, más allá del impacto aún incierto de la crisis externa. En el cortísimo plazo el Gobierno necesita detener la creciente fuga de capitales que, en lo que va del año, le ha restado unos 18.000 millones de dólares al circuito económico y reeditado en las últimas semanas la pulseada dólar-tasas de interés, que amenaza enfriar el consumo y la actividad.
La virtual corrida en el mercado cambiario se traduce en la progresiva reducción de las reservas del Banco Central (ayer quedaron en 47.804 millones de dólares), que, si bien sobran para detenerla, también se necesitan para atender los pagos externos de deuda del Tesoro y cuesta cada vez más recuperar.
El Banco Central utilizó una errática estrategia cambiaria y monetaria en los últimos dos meses (hizo de todo un poco, casi siempre detrás de los acontecimientos) y terminó con los actuales controles policiales e impositivos en las casas de cambio.
Pero no logró despejar la incertidumbre de que el dólar a 4,26 pesos vendedor resulta barato si el tipo de cambio se ajustó en los últimos doce meses (7 por ciento) tres veces menos que la inflación anualizada que el Gobierno se empeña en desconocer.
Ninguna de estas opciones -ni los temores a mayores controles cambiarios, reducción de cupos para comprar, desdoblamiento del mercado (según el tipo de operación) o salto devaluatorio- serviría de mucho como respuesta aislada, por más que el Gobierno utilice como excusa la crisis internacional, que hasta ahora ha tenido un efecto marginal (salvo la contracción del financiamiento del exterior a empresas y provincias, que aportaba oferta crediticia a un mercado demandante).
La inflación sigue siendo el eje del problema económico, y no basta con camuflarla a través de las estadísticas increíbles del Indec ni desacreditando a quienes la miden con más realismo.
Un tipo de cambio frenado y tarifas de servicios públicos congeladas evitan que se espiralice, pero a costa de mayores distorsiones en la economía: suben los costos en dólares y los subsidios estatales al transporte y la energía, que están cerca de encontrar un techo.
Tampoco ayuda que el gasto público crezca a un ritmo superior que la recaudación y que el Banco Central deba emitir más pesos para financiarlo.
No es una perspectiva propicia para exportar e invertir (salvo en el rubro de la construcción, como alternativa al ahorro, o en mercados protegidos). Pero el deterioro en el superávit comercial obliga al Gobierno a controlar y "administrar" importaciones, sólo para compensar las crecientes compras externas de gas y combustibles que se requieren para cubrir la brecha entre oferta y demanda.
Aun así, los números macroeconómicos de la Argentina (que el Gobierno se resiste a mostrar al FMI) resultarían envidiables para cualquiera de los países desarrollados que enfrentan crisis fiscales y de endeudamiento.
Lo preocupante es qué puede ocurrir si no se elabora un plan económico articulado que modere la inflación, racionalice el gasto y modifique precios relativos. En este escenario, un pacto social sería un complemento y no un sustituto.
Una primera incógnita es si Cristina Kirchner se dispone a asumir costos, habituada como está a capitalizar sólo beneficios. Otra, si modificará la estructura de decisiones caso por caso, para lo cual necesitará de un jefe de Gabinete y un ministro de Economía con talento técnico y político para coordinar decisiones en varias áreas.
También tiene la alternativa de dejar todo como está y multiplicar los controles estilo Guillermo Moreno (o de quien vaya a sustituirlo) para atacar efectos, sin ocuparse de las causas de los problemas.
El modelo así puede aguantar, aunque pierda algunos puntos de crecimiento y dependa cada vez más de la soja y de Brasil. La diferencia es que una proliferación de controles es inversamente proporcional a la confianza que se necesita para invertir más.