No comunicarle a la sociedad, con claridad y precisión, la envergadura de la
herencia recibida fue el gran error del Presidente. Esto explica, en buena
medida, por qué hoy estamos inmersos en este clima de emergencia e
incertidumbre. Asumirlo de manera completa y no a medias puede ser el inicio del
camino para que las cosas empiecen a cambiar.
Detrás de ese primer gran error se sucedieron otra serie de equivocaciones. Pero la primera consecuencia de este "pecado" es que, aunque se lo presente como una estrategia política, o de comunicación, viene con un falla de fábrica: no haber contado toda la verdad. O, para decirlo de otra manera, haber ocultado una realidad evidente, que es otra de las maneras de mentir. Con el paso del tiempo, el propio Macri fue explicando las razones de por qué no fue tan crudo como debió haberlo sido. Al parecer, no quería tirar mala onda, porque tenía la expectativa de que el solo hecho de suceder a Cristina Fernández iba a servir para que el mundo y los mercados volvieran a confiar en la Argentina. Una vez más: las razones pueden ser atendibles, pero el problema es que los hombres del oficialismo no pusieron todas las cartas sobre la mesa.
Y lo que es más serio: empezaron a malgastar, desde el principio, uno de los
bienes más preciados con que cuenta un presidente en el momento de empezar a
gobernar, el valor de la palabra. La gobernadora de la provincia de Buenos
Aires, María Eugenia Vidal, eligió un camino alternativo. En su discurso de
asunción, el 10 de diciembre de 2015, afirmó, textualmente: "Recibimos una
provincia quebrada". No lo repitió cada cinco minutos. Y tampoco hizo de esa
descripción el eje de gestión. Sin embargo, esas cuatro palabras bastaron para
que parte de la opinión pública percibiera que estaba haciendo una primera
evaluación aproximada a la realidad. Pero en el caso del gobierno nacional la
jugada fue más allá.
Lo admitió el Presidente, palabras más, palabras menos, en el último mensaje que
dirigió al país, el lunes pasado. Es decir: recién cuando estaba cumpliendo 1000
días de mandato. Su explicación fue que la bomba que estalló ahora debía haber
explotado en enero de 2016. Que no terminó de suceder porque el mundo puso de
moda a la Argentina como país emergente al que se le podía prestar. Y que así
como los mercados un día te ponen de moda, al siguiente te colocan el cartelito
de peligro y te dejan expuestos a muchas de las tormentas que estamos viviendo.
Decir que la bomba debía haber detonado en enero de 2016 es el equivalente a
admitir que el país, como la provincia de Buenos Aires, estaba quebrado. Y lo
estaba. Con una enorme diferencia entre el dinero que ingresaba y lo que se
gastaba, que nunca se pudo achicar. El maldito y tan meneado déficit. El otro
origen y la otra raíz de todos los males. Todavía no está claro a quiénes se les
ocurrió la idea de omitir la envergadura de la herencia recibida. Y tampoco se
trata de que Macri o el Poder Ejecutivo deberían hacer lo contrario. Es decir,
exagerar todo lo malo e ignorar todo lo bueno que hizo el kirchnerismo durante
los 12 años de gobierno. Esa, la de exagerar los detalles "del infierno" en el
medio del cual había asumido, fue desde siempre la estrategia de Néstor
Kirchner, y los años han probado que tampoco esa artimaña da resultado. Las
estadísticas, aunque se las quiera manipular, demuestran que "el trabajo sucio"
ya lo había hecho Eduardo Duhalde.
De cualquier manera, ¿cuánto tiempo se puede ocultar lo que pasa, sea para
minimizarlo o exagerarlo, aunque sea parcialmente, a toda una sociedad? Un
tiempo limitado. Porque tarde o temprano la verdad emerge. Y después están los
sucesivos efectos colaterales o secundarios del primer gran error. El primer
efecto: haber perdido la oportunidad de impulsar las reformas estructurales en
el momento de máxima credibilidad, que fue después de haber ganado dos
elecciones nacionales. El segundo efecto colateral de minimizar la herencia es
haber acelerado el tiempo político del propio desgaste mientras la principal
fuerza de la oposición operaba, aliviada, en sentido contrario.
Todavía recuerdo la enorme dificultad que tuvo la administración de Cambiemos
para presentar como una decisión exitosa la salida del cepo mientras los
muchachos de la expresidenta ya hablaban del primer ajuste del "macrismo" sin
siquiera detenerse a discutir el desastre económico, social y cultural que
habían dejado. A propósito: otra de las consecuencias de no haber dado desde el
principio la versión oficial de lo que estaba pasando fue una clara derrota en
la denominada "batalla cultural". Mientras los sectores que enfrentan al
Presidente presentan la defensa de sus intereses con un halo de superioridad
moral que genera empatía en una buena parte de la sociedad, desde el Gobierno
hacen silencio o salen a hablar desde una posición defensiva, después de que los
conflictos estallan.
El penúltimo ejemplo es el de la paritaria de los docentes universitarios.
Presentado como una cruzada para defender la educación nacional, los gremios
contagiaron con su reclamo a los profesores, estos a los alumnos y los alumnos a
sus padres. Del otro lado, el ministro de Educación, Alejandro Finocchiaro,
atado de pies y manos para terminar de ofrecer una propuesta que destrabara el
conflicto, apareció como el malo de la película, sin poder limitar la discusión
al legítimo pedido salarial.
El último ejemplo de las consecuencias del "pecado original" es la lógica con
la que se achicó el número de ministros del gabinete. El valor simbólico que
tienen los ministerios de Salud, de Cultura y de Ciencia y Técnica es de una
densidad tal que para bajarlos al rango de secretaría se necesita algo más que
una comunicación en el Boletín Oficial. Porque, así como se lo presenta ahora,
sin los fundamentos mínimos que lo justifican, da la sensación de que se trata
de cambios hechos de buenas a primeras. O lo que es lo mismo: parece una
reacción defensiva ante una situación muy difícil de controlar.
Y aquí viene entonces la última pero no por eso menos relevante consecuencia
política de haber elegido manejar la agenda pública omitiendo la primera verdad
sencilla. Se trata de la percepción generalizada de que el Gobierno "corre de
atrás" muchos de los problemas que enfrenta. Sin ir más lejos, el más urgente:
los traumáticos saltos del dólar o, para decirlo de manera más directa, la
continua depreciación del peso.
Ya casi todos entendimos que para detener la corrida es necesario que el mercado termine de creer en el programa financiero que les acaba de presentar el ministro Nicolás Dujovne a las autoridades del FMI. Pero parece que, además de eso, es imperioso que la oposición apruebe el presupuesto que va a presentar el Poder Ejecutivo en los próximos días. Sin embargo, muchos expertos en el mercado de cambios sostienen que la suba del dólar no se detendrá debido a las restricciones que tiene el Banco Central para usar las reservas de manera irrestricta.
Mientras el Gobierno analiza cómo resolverlo, los incendiarios que idolatran a Cristina agitan las redes sociales para generar caos. Ojalá que en este caso el Poder Ejecutivo se pare por delante de los acontecimientos de la única manera que resultará efectiva: denunciar con nombre y apellido a quienes alientan la violencia, aprovechando el estado de necesidad de los sectores más carenciados.