Es una senda que tiene un enorme potencial, que puede ser estratégica para construir un país viable y en la que convergen dos modelos que siempre tensionaron a los argentinos: la industria y el campo. En un panel del Congreso de Aapresid, sobre competitividad y sustentabilidad para el desarrollo, se recorrió a fondo, sobre todo en la disertación de Roberto Bisang, investigador del Conicet, consultor y docente universitario.
El especialista recordó que durante décadas los argentinos asociaron la industria con los autos, los fierros, la sustitución de importaciones y más recientemente con la tecnología informática y los celulares. Con el nuevo Gobierno, llegó el eslogan del “supermercado del mundo”, pero para Bisang es necesario trascender ese rol y también el histórico de producir granos y carne.
Habló de la industrialización de lo biológico, de apuntar a construir los eslabones de una biofábrica global, que capture energía y la transforme en biomasa, que puede convertirse en alimentos sofisticados y de calidad -nutracéuticos y probióticos-, biocombustibles y bioplásticos, entre muchas otras posibilidades.
También advirtió que “la punta de la sonrisa” -la crema del negocio- no está en producir granos -un negocio de riesgo y con muchos activos fijos- ni alimentos homogéneos, sino en la elaboración de marcas premium, en la logística y la distribución, y en el conocimiento que hay detrás la semilla y los servicios tecnológicos del agro.
Unos minutos antes, Miguel Taboada, director del Instituto de Suelos del INTA, había hecho una advertencia importante, si el objetivo es evolucionar hacia esa biofábrica. Recordó que en países desarrollados, sobre todo en los europeos, ven a la Argentina como un país de agricultura industrial. “Lo dicen despectivamente, por el uso masivo de agroquímicos y la falta de indicadores de trazabilidad, como la huella de carbono y la denominación de origen”, recordó.
El experto recordó que buena parte de las exportaciones argentinas están dirigidas a los mercados que tienen menores regulaciones, como las del sudeste asiático, y en menor medida hacia los mercados más exigentes, como la Unión Europea, “donde la opinión púbica es muy sensible respecto del uso de plaguicidas y pesticidas”.
En el camino hacia la biofábrica, la agroindustria deberá profundizar la adopción de protocolos de mitigación de gases efecto invernadero, buenas prácticas agrícolas y uso responsable de agroquímicos para tener una oportunidad en el mundo que viene.
El panel se cerró con una experiencia muy interesante. Gustav Sawatzky, presidente de la cooperativa menonita Chortitzer de Paraguay, contó cómo lograron crear una verdadera sociedad a partir de agregar valor a la producción agropecuaria.
Lo hicieron en un ambiente muy hostil -la región del Chaco paraguayo-, en el que apenas se acumulan 800 milímetros de lluvia por año, y con una presencia mínima del Estado. Arrancaron en 1927, en un lugar en el que no había escuelas ni hospitales, y hoy facturan más de 500 millones de dólares por año, con un frigorífico que exporta a 24 países, una planta de leche en polvo, tambos, campos agrícolas -en total, gestionan un millón de hectáreas-, una planta de alimento balanceado, una desmotadora de algodón y hasta una cadena de supermercados con distribución nacional.
“No queremos a nadie en el medio, manejamos todo el proceso desde la producción a la góndola”, insistió. Para lograrlo, hasta tuvieron que hacerse cargo de la distribución de la electricidad, de la educación de los hijos de los socios (la cooperativa tiene unos 6.000 asociados).
Cuentan con su propio banco, desarrollaron un centro cultura y se asociaron con otras cooperativas para procesar el cuero que luego exportan para que lo utilicen gigantes de la industria automotriz, como Ferrari y Fiat en Italia.