Algunos se apuran en dar por terminada la Segunda Revolución de las Pampas, un fenomenal proceso de captura tecnológica que permitió triplicar la producción agrícola en volumen y quintuplicarla en valor en apenas un cuarto de siglo. A mediados de los 90 estábamos en las 45 millones de toneladas, y ahora nos arrimamos a las 135. La mitad ahora es soja, que vale el doble que los cereales.
Parte del crecimiento fue por aumento del área, que pasó de 20 a 35 millones de hectáreas cultivadas. La otra parte fue el aumento de los rindes, donde se destacaron en especial el maíz, luego la soja y finalmente el trigo, los tres grandes protagonistas de la epopeya que, nada menos, convirtió a la Argentina en un país viable.
Las crisis, ahora, no son consecuencia de carecer de un sector competitivo, generador de divisas por 25.000 millones de dólares, generando empleo genuino en el interior, y una cadena que explica el 40% de los ingresos fiscales.
Pero antes de dar las hurras y dar por concluido (o agotado) este fenómeno, conviene remarcar que queda mucho hilo en el carretel y unos cuantos deberes por hacer.
En primer lugar, todavía hay una brecha considerable entre los rindes que se obtienen en estas pampas y los de los países líderes en cada rubro. Es cierto que en soja la productividad argentina es la más alta del mundo, y por algo las compañías de semillas de germoplasma local son muy exitosas en otros países, como Brasil, Uruguay, Paraguay e incluso en los Estados Unidos.
Sin embargo, la falta de acuerdo en el tema de la propiedad intelectual está generando una brecha preocupante. Hay eventos fundamentales, ante la problemática de malezas tolerantes a glifosato y otros herbicidas, que no están disponibles en el país porque sus propietarios levantaron los expedientes. Nos van a faltar jugadores que los contrarios tienen ya disponibles.
Esta semana hubo un hecho llamativo: el MinAgro autorizó el ingreso de soja Xtent pero solo para molienda y no como semilla, ante la inminente llegada de cargamentos de soja norteamericana que podrían contener ese evento. Penoso.
En algodón está pasando lo mismo. Hay un interesante revival de este cultivo vital para el NEA y el NOA. Pero no está disponible el arsenal genético que tiene Brasil, y que le permite reducir las aplicaciones de insecticidas. Aunque los productores de algodón han manifestado explícitamente su disposición a pagar por la tecnología, la realidad es que hoy les comprenden las generales de la ley y no tienen acceso a estos eventos clave. Todos pierden.
Por el lado del trigo y el maíz, la brecha genética se ha reducido vertiginosamente en estas dos últimas décadas. La llegada de germoplasma francés, tan discutido al principio, puso a la Argentina de nuevo en el mapa triguero. Lo mismo sucedió en maíz con el arribo de los materiales dentados y los híbridos simples.
Pero a pesar de contar con una base genética moderna y de alta productividad, todavía el “gap” con los países de origen (Francia y los EE.UU.) es muy elevada. Y sin cuestiones ambientales que lo justifiquen. Simplemente, estamos a media máquina, sobre todo en materia de nutrición. Seguimos utilizando dosis insuficientes de nitrógeno en particular, lo que impide que estos materiales expresen todo su potencial. Apenas se reponen los elementos que estos cultivos se llevan, generando una pesada hipoteca a futuro.
Este año, cuando el entusiasmo por sembrar mucho y bien iba in crescendo, la irresponsabilidad de quienes fogonearon la idea de que el gobierno estudiaba reintroducir las retenciones a los cereales y modificar el cronograma de reducción de las de la soja, generó un clima de desconfianza. Ojalá que la insistencia con que el propio presidente Mauricio Macri despejó el rumor esta semana haya llegado a tiempo para retomar el sendero de la intensificación.