Dedicamos las páginas centrales de esta edición de Clarín Rural al tema del feedlot. Es sin duda el mayor salto tecnológico y organizativo de la ganadería argentina después de aquella epopeya de las pampas, con la que el país encontró su primer y prácticamente único negocio competitivo hasta la llegada de la soja, un siglo después.

Durante muchos años, la ganadería vacuna convivió con la agricultura. Ambas actividades eran complementarias y dieron lugar al sistema tradicional de rotaciones, con ciclos de pasturas y ciclos de agricultura. Pero el equilibrio era precario.

En todo el mundo desarrollado, y en particular en los Estados Unidos, la agricultura había desplazado a la ganadería tradicional, como consecuencia de un extraordinario salto tecnológico. La genética, el control de malezas, plagas y enfermedades, generaron una mejora continua, que se expresó particularmente en el cultivo de maíz. Un grano forrajero por excelencia.

Ya a principios del siglo XX, los farmers descubrieron que en lugar de engordar un novillo a campo, convenía encerrarlo, liberar superficie, sembrarla de maíz y luego entregarle ese grano.

Acá parecía imposible hacer entender la ecuación. La ganadería pastoril era “barata”, es decir, no obligaba a firmar tantos cheques como la agricultura, que además era cosa de gringos y fierreros.

Pero de pronto llegó la soja, el treflán y los Zanello articulados. Las vacas se fueron apretando, porque venía el vecino a pedir un lote de pradera para sembrar. Encima, en los 70 había venido el pulgón de la alfalfa, un duro golpe en la productividad y persistencia de las praderas.

En los 90, cuando el uno a uno abarató la tecnología, el avance agrícola se hizo vertiginoso. En maíz, pasamos de una genética defensiva, de híbridos dobles colorados de relativamente bajo potencial de rendimiento pero estable, a híbridos simples dentados similares a los del corn belt. Habíamos aprendido a usar los herbicidas preemergentes. Enseguida llegaría el glifosato y la soja RR. La ganadería pastoril, en ese entorno, no podía competir. Llegó el feedlot.

Al principio, muy resistido. Algunos técnicos hablaban de “moda pasajera”, porque ya había habido otros embates débiles y esporádicos. Pero era obvio que ahora se instalaba definitivamente. Como siempre sucede, lo vieron antes los menos atados a las tradiciones. En unos casos, productores predominantemente agrícolas, que encontraron la alternativa de agregarle valor a sus cosechas. Pero enseguida irrumpieron nuevos actores, con poca historia en el sector, que vieron la oportunidad de instalar corrales de engorde profesionales.

Apareció el servicio de hotelería: empresas que construían el feedlot, lo equipaban con maquinaria adecuada, balanza, carros distribuidores de ración (mixers) y engordaban a fazón para terceros. Una oportunidad para criadores que querían vender más kilos de carne, a pesar de no tener instalaciones. O inversores que entraban y salían haciendo buenas diferencias.

Mirá también
Una cooperativa inauguró una planta para producir leche larga vida tras una inversión de $100 millones
Y desde la otra punta, distribuidores de carne (matarifes) que querían avanzar en sentido inverso para asegurarse el negocio. Finalmente llegaron los frigoríficos, grandes usuarios de los corrales de engorde, al igual que en los Estados Unidos.

Muchos ganaderos que habían pasado a la agricultura, volvieron al novillo. Otros, que no la habían abandonado, crecen ahora con solidez en la era del corral. Alguno, incluso, avanzó sobre la industria frigorífica. Hoy, el 80% del ganado que va a frigorífico se termina en feedlot.

Es una industria muy joven, con mucho para mejorar. Y con enormes posibilidades de integración con otras actividades, como la industria del etanol. Todo en un contexto en el que irrumpe la insaciable demanda china.