El lunes pasado, al anunciar las reformas que impulsa su gobierno, el Presidente recalcó que no se puede gastar más de lo que se recauda y cuestionó la existencia de legisladores que tienen más de 80 empleados y de una Biblioteca del Congreso con más de 1700. Nada de esto que dijo el primer mandatario sonó novedoso. Al menos para el llamado círculo rojo, que conoce con creces y desde hace años que en los tres poderes del Estado hay demasiados rincones donde se cocinan distintas recetas para multiplicar los "ñoquis" y alimentar los negocios del poder. El ajuste debería hacerlo, de una vez por todas, la política, que en los últimos 15 años hizo crecer el número de empleados públicos en todo el país de 2,3 a 3,6 millones. Pero la política también intenta persuadirnos de que, con 30% de pobres, ningún país podría tener un sector público más racional y eficiente.
Con su mensaje de la víspera, en el cual empleó una palabra que desde hace
mucho no se escucha en boca de un alto funcionario, "austeridad", Macri busca
transmitirle a la sociedad y a los críticos de ciertos aspectos de su proyectada
reforma tributaria, que el ejemplo vendrá desde arriba. ¿Vendrá realmente?
Se ha dicho que la falta de mayoría legislativa y la oposición peronista es el gran límite del oficialismo. La mayor limitación, sin embargo, es la incapacidad para salir de un círculo vicioso por el cual el mayor gasto público impide bajar los impuestos y éstos desalientan las inversiones y el empleo privado.
La salida a la que parece querer conducirnos el Gobierno pasa por moderados
incentivos para la inversión, reduciendo el impuesto a las ganancias de las
empresas que reinviertan utilidades, y aumentando la presión sobre las personas
físicas, a través de un nuevo cálculo para los aumentos jubilatorios que le
ahorraría dinero al Estado y del tributo a la renta financiera, que lejos de ser
un impuesto a la especulación, constituirá un gravamen sobre el ahorro del
pequeño inversor, que posterga consumo inmediato.
No hace mucho, el gobierno de Macri propuso transformar cada plan social en un voucher para convertir a sus beneficiarios en empleados de empresas privadas que recibirían exenciones impositivas por tomar a esos trabajadores. Aunque hasta ahora no se ha animado a anunciarlo, la actual administración podría adoptar una estrategia similar para que una porción de los muchos empleados públicos que le sobran al Estado nacional sea absorbida de la misma manera por el sector privado. Puede parecer una utopía, pero terminado el año electoral se estaría ante una oportunidad de resignar populismo y ofrecer una señal para adelgazar un Estado con récord de sobrepeso.