Mario Quintana, uno de los funcionarios del círculo presidencial más partidarios del gradualismo, exponía hace dos miércoles los argumentos por los cuales cree que la Argentina debería enfrentar la crisis social con inusual prudencia y precisión. Lo escuchaba un auditorio compuesto por miembros del Grupo 25, un compendio de ejecutivos con vocación política que fundó el ministro de Educación, Esteban Bullrich, y que había ido a verlo ese día a la Casa Rosada con las mismas dudas y urgencias que, lejos todavía de un despegue cabal de la economía, suelen tener también los macristas más curtidos en política. Hombre formado desde muy abajo en el sector privado y buen orador, Quintana hizo en esa charla algo así como una exhortación a la paciencia. ¿Cómo actuar ante los cortes de calles?, le preguntaron, y el vicejefe de Gabinete se adentró en la idiosincrasia del argentino de clase media: esos que siempre reclaman presencia policial, dijo, van a ser los primeros en saltar si la represión termina mal. Su advertencia incluía números: de los 650 piquetes del año pasado, 400 tuvieron como protagonistas a las organizaciones sociales, un 80% de las cuales no quiere tanto "derrotar" al Gobierno en elecciones como directamente "derrocarlo".
Nada nuevo hasta entonces. Son precauciones compartidas por casi todo el
núcleo íntimo macrista, con frecuencia abocado a frenar el ímpetu de un
presidente que casi siempre quisiera ir más rápido en la aplicación y dosis de
soluciones. Apuros de ingeniero. Quintana tranquilizó a su auditorio. Se está en
el camino correcto, transmitió. Y ese convencimiento se consolidó tres días
después, con la marcha del sábado a Plaza de Mayo, que le devolvió al Gobierno
entero un entusiasmo que había perdido. "Yo también leo los diarios: todos
estamos influidos por el círculo rojo", se sinceró anteayer a LA NACION un
funcionario que dice haber recuperado la fe. Esteban Bullrich le admitió a
Alejandro Fantino haber llorado esa noche frente al televisor.
Es imposible separar estos efectos psicológicos de la actitud con que el
Gobierno encaró esta semana el primer paro general de la CGT. O del ánimo que,
pese a los problemas y la incertidumbre, mostraban varios de los hombres de
negocios asistentes al Foro Económico Mundial, que terminó ayer en el hotel
Hilton. El espanto al pasado tuvo allí más fuerza que las objeciones al
presente.
La marcha del 1° de abril fue un punto de inflexión que, según quienes lo
frecuentan, envalentonó personalmente a Macri. Es cierto que él ya les venía
pidiendo a sus colaboradores defender la gestión del Gobierno de un modo más
enérgico. "Si no, nos pasan por arriba", había sido el mensaje, transmitido
después por Marcos Peña a legisladores. Esta nueva postura incluía la
identificación de cuatro adversarios: Cristina Kirchner, los golpistas, los
sindicalistas corruptos y los jueces deshonestos. No debería sorprender que en
la noche del sábado, todavía con los reverberos de la movilización, el
Presidente haya celebrado la ausencia de "choripanes y colectivos" en un mensaje
público. Ni que esas palabras, un exabrupto según los parámetros de cualquier
analista político clásico, fueran repetidas minutos después, exactas, por Peña
en comunicación telefónica con Mirtha Legrand.
Entender esta reafirmación interna ayuda también a interpretar el discurso de
Macri del lunes en la Casa Rosada, cuando cuestionó a "las mafias que están en
los sindicatos, la política, las empresas y la Justicia". Tal vez alguien debió
advertírselos a sus invitados Gerardo Martínez y José Luis Lingeri. De tan
incómodo, el líder de la Uocra decidió no aplaudir. "Una vez que tienen para
contar algo bueno como un plan de viviendas, lo arruinan así", se quejó al día
siguiente ante uno de sus pares, a quien le reveló que no había resuelto
retirarse sólo para evitar que lo acusaran de no respetar la investidura
presidencial. La reacción de Hugo Moyano fue bastante similar: "Se les subió la
marcha a la cabeza", dijo en confianza, y agregó que acabarían dándole la razón
al más intransigente de la familia, su hijo Pablo.
Pero ya era tarde para negociar. La Casa Rosada, que había entendido mucho antes que una vez fijada la fecha del paro no tendría ningún sentido negociar con la CGT, cumplió al pie de la letra con un viejo plan de campaña: hablar con cada sindicato por separado. Al día siguiente de la Uocra, el Gobierno firmó convenios con el sindicato de textiles e indumentaria y, el miércoles, con representantes del Smata.
El paro tampoco modificó esta relación de fuerzas. Aunque fue definido como "contundente" y "un éxito" por sus organizadores, esas formalidades se mezclaban anteanoche con cierto malestar porque el periodismo había hablado más del corte de la Panamericana que del cese de actividades. "Nosotros ni lo convocamos ni lo compartimos", le contestó, molesto, Héctor Daer a la periodista Mercedes Mora, de Infama (América), y se sacó el auricular y abandonó el móvil. Algunos dirigentes gremiales llegaron incluso a dudar de las intenciones del Partido Obrero y el Movimiento Socialista de los Trabajadores. ¿Por qué cortaron tan lejos, en Pacheco, cuando se supone que trataban de impedir que los autos cruzaran la General Paz?, ¿qué hacía Eugenio Burzaco ahí, si los funcionarios van cuando ya está todo controlado?, se preguntaron.
Ver a la CGT tan desdibujada le bastó al Gobierno para entender que ese vínculo no tendrá de ahora en más demasiado que aportarle. En el Ministerio de Trabajo lo terminaron de confirmar el mismo día del paro, con sondeos que consignaban para la protesta una adhesión dispar, con éxito en la Capital Federal y la ciudad de Rosario, y menor intensidad en el interior, y un rechazo del 70% de toda la población.
El desenlace del conflicto le sirvió para avanzar en un análisis más abarcador: no existe hoy ningún sector que pueda arrogarse una representación significativa en la Argentina. Un llamado de atención para otros actores, incluidos los empresarios, que no representa más que un regreso a los anhelos de campaña de Pro. En la medida en que la economía se recupere, proyectan los macristas, irán perdiendo fuerza los aparatos partidarios y las corporaciones, y emergerá tal vez una comunicación más espontánea con el electorado. Ni choripán ni colectivos. Dicen que en la noche de paro, el Presidente estaba muy conforme con el modo en que se había despejado la Panamericana. Que era un Macri más parecido a sí mismo, bastante menos contenido por la lógica de eso que llama "círculo rojo" y que, de vez en cuando, contagia a su equipo.