Julio pareció no “enterarse” que forma parte del “segundo semestre”, aunque sí hay mejora en los indicadores que releva la Universidad Di Tella, con confianza en ascenso a favor del gobierno, al igual que la de los consumidores hacia el futuro. Quizá la desaceleración de la inflación de las últimas semanas y el aguinaldo han ayudado a ese cambio de humor en el margen que perciben las encuestas, un crédito útil por la característica del plan en marcha, que no garantiza éxitos rápidos. Si el gobierno quisiera apurar la reactivación bajando abruptamente las tasas de interés, se arriesgaría a un salto del dólar con impacto inflacionario, terminando en un ajuste infructuoso como fue el de 2014, cuando el PIB cayó 2,6 %. Y si quisiera evitar que esa baja de tasas impacte en el dólar y la inflación, tendría que reinstalar los controles al cambio y al comercio exterior, con lo que se alejaría la posibilidad de recuperación de la inversión privada, como lo prueba el magro comportamiento de esta variable durante la vigencia del cepo.
Con siete meses transcurridos, incluido el primero del segundo semestre, ya puede estimarse que la caída del PIB de este año se ubicará en torno a 1,5 % interanual. El ajuste es indudable, pero la pregunta es si está o no sentando las bases para una recuperación firme, que permita acercarse a un crecimiento de 3,5 % en 2017, que parece ser la meta oficial.
Hay una referencia cercana, y es el ajuste infructuoso que propició el gobierno anterior, con la devaluación de enero de 2014. A mediados de aquel año, la inflación ya se había fagocitado toda la suba del tipo de cambio y la economía había quedado en el peor de los mundos, con cero ganancia de competitividad, en un andarivel más elevado de inflación y un derrumbe de 2,6% del PIB. Lo que es peor, las bases de la economía quedaron tan endebles que, al año siguiente, cuando el oficialismo buscó apalancar a sus candidatos en los decisivos comicios de 2015, sólo dispuso de instrumentos precarios, que le permitieron recuperar parcialmente variables asociadas al consumo, pero sin torcer la suerte electoral.
Todo a costa de aumentar en 2 puntos del PIB el déficit fiscal y forzar a la baja las tasas de interés de un modo tal que, pese a los controles, se quemaron cerca de 7 mil millones de dólares de las reservas del Banco Central.
En cambio, el ajuste actual presenta diferencias significativas. La variación del precio del dólar, de 58 % respecto de noviembre pasado, supera por poco más de 20 puntos porcentuales a la inflación acumulada del período. Si bien hay sectores industriales y de economías regionales para los que este tipo de cambio real es insuficiente, el contraste con 2014 es visible, ya que en aquella oportunidad la mejora de competitividad fue efímera. Un test válido es el fortalecimiento de las reservas del Banco Central, que en términos netos ha comprado divisas por más de 8 mil millones de dólares desde la salida del cepo, dos tercios al Tesoro y un tercio al sector privado.
A propósito, la inversión extranjera directa aportó un flujo de 2,2 mil millones de dólares en lo que va del año, reflejando el cambio de escenario: obsérvese que, pese al clima recesivo, las importaciones de bienes de capital aumentaron en volumen un 7% interanual en el período enero-junio (12,8 % en el último mes).
Por supuesto que un dólar más alto habría alentado mayor entrada de capitales. Pero el problema está en su impacto inflacionario, dada la elevada inercia indexatoria y el fenomenal retraso tarifario que había en el punto de partida. En el otro extremo, si para convivir con el tipo de cambio actual y amortiguar los problemas de competitividad se apelara a cerrar más la economía, entonces la variable de ajuste sería la inversión privada, como demostró el cepo.
Teniendo en cuenta estos condicionantes, el sendero es angosto y sólo aquellos sectores muy competitivos podrán transitarlo sin resquemor. La clave es que la experiencia no aborte en un ajuste infructuoso, con una austeridad en el consumo que sólo sirva para prolongar la recesión. Para ello, el gobierno necesita trabajar en los determinantes de la inversión, con políticas fiscales consistentes con mejoras adicionales en el “riesgo país”, pero al mismo tiempo que permitan financiar la recuperación de la obra pública.
Un éxito en el blanqueo de capitales (¿40 mil millones de dólares?) ayudaría a lograr los dos objetivos, pero con efectos temporales que, a mediano plazo, no sustituyen la tarea de seguir achicando el rojo del sector público.
La consistencia fiscal es clave, pero no por un “capricho” técnico, sino porque sólo puede ser lograda con acuerdos políticos sólidos y eso es lo que quita incertidumbre a la inversión productiva.
La cumbre de gobernadores que se realiza esta semana en Chubut es una buena oportunidad para detectar cuán cerca está la agenda política de resolver la gran cantidad de trabas que subsisten para que pueda florecer el empleo genuino. Las señales contradictorias que emite el ámbito partidario son el caldo de cultivo ideal para que medidas de estricta responsabilidad del Ejecutivo terminen desvirtuadas por sorprendentes fallos judiciales.