Tanto el presidente Macri como los integrantes de su gabinete han manifestado que el primer objetivo de su gobierno es la eliminación de la pobreza. Semejante definición es muy auspiciosa, aunque parezca un exceso de ambición, incluso estimando un período presidencial ampliado de ocho años.
Parecería innecesario enfatizar la importancia de combatir la pobreza, pero no lo es. Se trata de un imperativo ético: ayudar a nuestros hermanos con necesidades básicas insatisfechas, un deber explicitado en el segundo mandamiento cristiano, "amarás al prójimo como a ti mismo".
Sin embargo, este combate va mucho más allá de lo puramente ético; una sociedad sin pobreza extrema y sin grandes desigualdades es una sociedad mejor. Una comunidad sin pobreza es incluso mucho mejor para los más ricos de esa comunidad.
Las razones son muy evidentes. En una sociedad sin pobres tendremos menos
delincuencia, ya que no es ningún descubrimiento que la delincuencia muchas
veces se explica, aunque no se justifica, por situaciones de necesidad, y otras
veces está asociada a la droga, que tiene relación con la frustración que genera
la desigualdad. Recientemente, el Papa llegó incluso a asociar el terrorismo con
la pobreza.
Hay otro motivo para que todos estemos comprometidos con el objetivo de eliminar la pobreza: combatir el populismo, que ha sido el cáncer de la democracia en las décadas recientes. Lamentablemente, hay políticos que procuran el apoyo electoral con promesas incumplibles en favor de los que menos tienen. La falta de conocimientos o la necesidad de creer llevan a muchos a acompañar con su voto a candidatos inescrupulosos que lucran políticamente con la necesidad ajena. Resulta obvio que si la pobreza facilita el éxito electoral, estos políticos van a querer perpetuarla.
La solución permanente de la pobreza es el empleo digno y bien remunerado. Pero no nos engañemos: los empleos que puedan surgir de una reactivación económica del país van a requerir una capacitación muy superior a la que tienen la mayoría de los desempleados, incluso los más jóvenes.
Esto nos lleva a la segunda opción, también muy obvia: la educación para elevar la capacitación de los desocupados. Pero, nuevamente, ésta no es la solución en el contexto de la actual generación. Hay muchos jóvenes, incluso niños, que ya no califican para recibir una educación de calidad que les permita candidatearse para un trabajo digno y bien remunerado.
La Argentina de las últimas cinco décadas ha sufrido un empobrecimiento estructural muy distinto a la pobreza de principios del siglo pasado, cuando llegaban con lo puesto millones de inmigrantes. Si bien las estadísticas económicas no lo reflejan adecuadamente, aquella pobreza era superable con la buena disposición al trabajo de aquellos hombres y mujeres audaces que cruzaron el Atlántico, dejando sus familias y sus recuerdos atrás. Hoy la pobreza extrema se nutre de hombres y mujeres excluidos; "invisibles" y "sobrantes", los llama el papa Francisco en su exhortación Evangelii Gaudium.
Muchas veces estos nuevos pobres estructurales han sufrido desnutrición infantil, han sido chicos abandonados tras embarazos no deseados de niñas adolescentes, criados fuera de una familia más o menos estructurada, sin contención afectiva, o hijos de progenitores atrapados por la droga o el alcohol, otras veces presos y las más de las veces simplemente ausentes.
A la inmensa mayoría de los jóvenes criados en este círculo de pobreza estructural no les llegan ni las ofertas laborales ni las oportunidades de la educación formal. Están excluidos del proceso de crecimiento y requieren soluciones distintas por parte de la sociedad, incluyendo la solidaridad de todos, y la efectiva acción estatal.
La clave para romper el círculo de exclusión al que están sometidos los sectores más vulnerables de la población esencialmente urbana es el fortalecimiento de la familia.
Sólo en el marco de una familia mejor estructurada, con padres presentes, con intimidad, sin la violencia producto del hacinamiento y la promiscuidad, se puede pelear eficazmente contra la desnutrición infantil, el embarazo temprano, la droga y otras enfermedades y adicciones.
Y sólo es posible fortalecer la familia si se tiene una vivienda adecuada, con espacios comunes para alimentarse y hacer los deberes escolares, y con la cantidad adecuada de dormitorios. De ahí la importancia de incluir el acceso a la vivienda como una de las columnas principales del combate de la pobreza. La vivienda permite el hogar, lo que a su vez representa la familia. "La familia y la casa van juntos. Es muy difícil llevar adelante una familia sin habitar en una casa", comentó Francisco en el cuarto domingo de adviento de 2013, al emitir el Ángelus en la Plaza San Pedro, en el Vaticano.
Entonces, una política para erradicar la pobreza pasa necesariamente por una masiva construcción de viviendas económicas. El gobierno actual, que entiende la política como la ocasión para hacer obras al servicio de la gente, puede hacerlo.
Una prueba de eso es el ambicioso Plan Belgrano, y también la política de transformar el área metropolitana de Buenos Aires. Entre ambas iniciativas van a transformarle la calidad de vida a casi 15 millones de familias, la mayoría con grandes necesidades insatisfechas.
Hay que proponerse construir medio millón de soluciones habitacionales por año, acompañadas por calles pavimentadas, iluminación, cloacas, escuelas, hospitales. Los expertos dirán que no es posible porque nuestra industria de la construcción no está capacitada para construir ni la tercera parte de esa cifra. Pues hay que pensar en soluciones más creativas, que no descarten la importación de unidades prefabricadas, que hoy son de excelente calidad y muy buen precio. En Colombia, el presidente Santos lanzó recientemente un plan para construir 400.000 viviendas. Nunca mejor usado entonces el "sí, se puede".
No se trata de regalar estos dos millones de viviendas. Aplicando la indexación a la deuda y plazos de entre 30 y 40 años, el valor de la cuota debería ser parecido o inferior a lo que hoy se paga por alquilar un par de piezas en una villa de emergencia. Recordemos que el gasto en vivienda no es un consumo, sino una inversión, y el activo que surge es susceptible de ser financiado, ya que es una garantía adecuada. La ingeniería financiera para facilitar estas obras es sencilla y está presente en muchos países del mundo; sólo es necesaria la voluntad política para llevarla a cabo. Y entender que, en lugar de financiar a los sectores más pobres la compra de celulares, plasmas, motos u otros electrodomésticos, haríamos un enorme servicio si les facilitáramos la adquisición de una vivienda con escritura a su nombre.
Finalmente, si vamos a seguir dentro del sistema capitalista, no debe acomplejarnos afirmar que debemos tener una sociedad con la mayor cantidad posible de propietarios, tenedores de escrituras a su nombre. Estas escrituras constituyen los verdaderos certificados de pertenencia al sistema, la verdadera inclusión a la que tan lúcidamente se refiere Hernando de Soto en su libro El misterio del capital, publicado hace 15 años.
Economista, fue presidente del Banco Central de la República Argentina