Entrevió (o conoció) que el proyecto de la ex presidenta era el silencio de la Argentina sumergida durante el kirchnerismo. Cristina Kirchner había preparado todo para que la fiesta siguiera siendo suya, sectaria y ofensiva como siempre. Obligada por la Justicia a irse sin honores, la última rabieta la dedicó a desestabilizar al presidente que ni siquiera había asumido. Negarle la asistencia de los legisladores peronistas fue un acto que sería grave si no existiera la certeza de que el peronismo es cualquier cosa menos suicida.
Lo que se vio ayer en la capital de la Argentina fue el
reverso de una moneda gastada durante más de una década
Un presidente que prefirió la síntesis, que es de agradecer después de tanto palabrerío inútil, para mencionar los problemas concretos del país sin echarle la culpa a nadie y sin insultar a nadie. Una familia normal que accede al poder tras una década en la que marido y esposa disputaban el poder y los hijos eran empujados hacia la lucha política. Un presidente que saludó como corresponde a las delegaciones extranjeras y no hizo excepción de trato con nadie, aun cuando se sabe que entre esos dignatarios había algunos más cercanos a él que otros. Lo extraño, en fin, fue la normalidad.
Una normalidad saludada por una multitud inesperada. ¿De dónde salieron esos
miles de argentinos que intuyeron que su presidente necesitaba la compañía de la
sociedad? ¿De dónde, si fue un día laborable y no había colectivos para
movilizar militantes? Es probable que muchos de esos argentinos hayan sido
lanzados a la calle por los últimos berrinches de Cristina Kirchner. Tanto la
disputa por el lugar de entrega de los símbolos presidenciales como el fanático
acto cristinista de anteayer fueron gestos de una autócrata que ha perdido el
sentido de los límites políticos y personales. Ese es, y era, el principal
problema de la mandataria que se fue.
El Presidente usó un tono moderado y palabras suaves, comparadas sobre todo con su antecesora, para anunciar un terremoto político: que todo cambiará. Desde las prioridades del poder (que serán la pobreza, el narcotráfico y la unión nacional) hasta la política exterior y el concepto de la moral pública. Macri anunció que el barco del Estado cambió su dirección drásticamente. Es extraño que un presidente que proviene de la clase alta haya señalado la pobreza como el primer conflicto a resolver. Cristina Kirchner se envolvió hasta el final en las banderas de una revolución inexistente, pero no hizo nunca nada para solucionar el problema social que significa la pobreza. Más aún: borró la palabra pobreza de su diccionario y ordenó que sus funcionarios no la midieran. ¿Es Macri el político conservador o lo es Cristina?
Merece una atención especial la mención que el Presidente hizo a una justicia independiente. Se trata de una notable modificación en el sistema de valores del Gobierno. Fue claro: "No quiero una justicia macrista". Fue el único pasaje del discurso de Macri en que la cara del presidente de la Corte Suprema, Ricardo Lorenzetti, mostró un fugaz gesto de satisfacción. Se terminó la guerra con la Justicia y, sobre todo, con la Corte. El hecho sucedió justo el día en que se despedía de la Justicia el juez Carlos Fayt, un de los pilares más sólidos que tuvo la resistencia judicial a la colonización cristinista. La Justicia volverá a ser un poder del Estado independiente de los partidos, aunque lograr ese objetivo llevará un tiempo. El cristinismo penetró en lugares importantes de la Justicia. La verdadera independencia debería limpiar también de corrupción a la Justicia y dotarla de mecanismos para que los que cometieron delitos sean condenados cuando están en el poder.
Una jueza federal, María Servini de Cubría, fue, al final, quien le puso un límite infranqueable a Cristina Kirchner. La mandó a obedecerle a Macri si quería participar de los actos de transmisión del mando y la desalojó de hecho de la residencia de Olivos. "Alguien tenía que ponerle un final a la historia", dijeron cerca de la jueza, que pensó, más que nada, en la necesidad de que ayer las fuerzas de seguridad y las Fuerzas Armadas tuvieran un jefe inconfundible.
El "presidente cautelar", como Cristina llamó a Federico Pinedo, no hubiera sido necesario si la ex presidenta fuera una persona normal, que acepta la derrota y que respeta las reglas del juego institucional. La declaración de certeza pedida por Cambiemos, para que la Justicia fijara el día y la hora en que Cristina concluía su mandato, tenía dos objetivos muy claros. El primero era quitarle a ella la facultad de decidir cómo y cuándo se haría el acto de entrega del poder.
El segundo, y tal vez el más importante, consistía en enviarle un mensaje clave al peronismo: Macri no será un presidente débil ni le temblará el pulso para defender su poder. Dicho con otras palabras: Macri no sólo estaba defendiendo las formas de su asunción, sino también la futura gobernabilidad. En el mapa genético del peronismo está la disciplina frente al poder. ¿Qué permitió, si no esa obsesión por la obediencia, que todos los gobernadores y todos los legisladores acataran órdenes que consideraban descabelladas durante el mandato de Cristina Kirchner? ¿Qué llevó al peronismo a venerar tanto a Menem como a los Kirchner, cuando esos presidentes tenían discursos e ideas tan distintas?
Un gobernador peronista se encontró hace pocos días con un aliado muy cercano de Macri y le pidió que el nuevo presidente fuera inflexible con Cristina. "Los gobernadores no somos buenas personas", le dijo, irónico. "Si Macri es débil con ella -continuó argumentando-, nosotros buscaremos luego su debilidad. Pero si es duro con Cristina, habremos entendido el mensaje. Sabremos que con él no podremos jugar." El mensaje le llegó en el acto a Macri y éste decidió que Cristina no se diera el gusto.
¿Cuál hubiera sido el gusto de Cristina? Arruinarle la fiesta a Macri. El acto camporista del miércoles estaba programado para hacerse ayer en la plaza del Congreso, luego de la jura de Macri y de que éste recibiera de parte de Cristina los símbolos presidenciales. Hubiera sido la apoteosis de Cristina en una escenografía en la que ella habría cumplido el papel -cómo no- de protagonista principal. Su discurso de fracturas hubiera sido más potente que el discurso de acuerdos de Macri. Todo eso explica la cautelar reclamada a la Justicia por la coalición gobernante.
Nada de eso sucedió y la última pataleta de la ex presidenta quedará, quizá, como la anécdota final de una mala historia. Aplicó hasta el adiós su arbitrario sistema de decisiones. No lo recibió, por ejemplo, al rey Juan Carlos, quien aspiraba a despedirse de ella, con la que tuvo una relación institucional de, por lo menos, siete años. La ex presidenta le pidió, además, muchos favores al ahora monarca emérito de España. Nada le importó en la etapa final de su furor. Alguna vez, muchos argentinos deberán preguntarse cómo (o por qué) toleraron tanta desmesura durante tanto tiempo.
Ha concluido una era, cargada de perseguidos políticos, de divisiones sociales y de privilegios inmerecidos. La que comenzó requerirá del acierto de los que gobiernan desde ayer, pero también de la responsabilidad de quienes serán opositores. Del peronismo, sobre todo. El peronismo concibe la obediencia como un deber tanto como es conmovedoramente sensible a una Plaza de Mayo llena de argentinos. Y, guste o no, ayer esa plaza existió.