La palabra "Resistencia" tiene un inequívoco significado político en la Argentina: denomina el período de proscripción, persecuciones, cárcel, torturas y hasta fusilamientos que afrontó el peronismo entre 1955 y 1973. Luego hubo una impensada y más tenebrosa segunda parte, con las desapariciones, los exilios y los asesinatos provocados por la última dictadura militar, entre 1976 y 1983, que no sólo sufrieron los peronistas.
Esa palabra ha comenzado a brotar en estos días como hongos venenosos de las bocas de funcionarios y connotados allegados al Gobierno que se extingue como si haber perdido las elecciones presidenciales el último domingo significara un castigo de similares características a las sufridas por fuera del sistema democrático durante los oprobiosos períodos mencionados. En clara desigualdad de condiciones, los peronistas más combativos de aquellas épocas resistieron a los gobiernos que los sojuzgaban con protestas y sabotajes de todo tipo que hasta incluyeron sanguinarios e injustificables actos de terrorismo.
En el contexto de plena democracia que transitamos desde 1983 reflotar desde lo más alto del poder el uso reiterado de la palabra "resistencia" y del verbo "resistir" -hasta se armó un grupo llamado Resistiendo con aguante- se torna en una amenaza claramente destituyente, para decirlo con la misma palabra que el actual oficialismo agitó tantas veces sin mayor justificación.
Se anuncia ahora un acto de despedida de La Cámpora para la mandataria que se va frente al Congreso y Hebe de Bonafini organiza una marcha de la resistencia en la Plaza de Mayo a manera de repudio contra el mandatario que llega, ambos para el 10 de diciembre, día de la transmisión del mando.
¿Desconocen la voluntad soberana y mayoritaria expresada en las urnas recientemente? ¿Buscan empañar, con las previsibles fricciones que podrían darse, los mismos lugares y día donde parte de la población querrá acompañar festivamente el nacimiento de una nueva gestión. Eso se llama, aquí y en cualquier parte del mundo, provocación.
La reticencia -otra forma de resistencia y no sólo un mero juego de palabras- de la presidenta de la Nación saliente hacia el presidente entrante empaña los ritos naturales de una transición entre una gestión y otra que son normales en las naciones desarrolladas de Occidente y tan necesarios para transmitir tranquilidad, confianza y buenos augurios a la ciudadanía. La mezquindad en el tiempo y en el temario del breve encuentro entre Cristina Kirchner y Macri y su pésima predisposición como anfitriona, que no le brindó al mandatario electo mínimas condiciones, acordes a su nueva investidura, para entrar y salir de la residencia presidencial y para hablar con el periodismo, no puede menos que suscitar perplejidad. Al no prestarse a la foto tradicional del encuentro de ambos presidentes se privó y nos privó a los argentinos y al mundo entero de contar con un registro histórico del momento cumbre de toda democracia: el civilizado encuentro entre un jefe de Estado que se va y otro que llega.
No fue simple grosería e ignorancia hacia las más elementales normas de protocolo. Cristina Kirchner en persona reconoció su insólita premeditación al respecto en uno de sus últimos actos en la carrera vertiginosa de alto protagonismo que decidió darse hasta el último minuto de su mandato -otra desubicación, ya que discretamente debería ir corriéndose del centro del escenario-, al explicar que aquellos gratuitos maltratos propinados a su sucesor el martes último obedecían a una "estrategia comunicacional".
Como hace doce años y medio que estamos tan acostumbrados a la altanería kirchnerista no se termina ahora de dimensionar la gravedad de estos hechos. Con sus últimas declaraciones, Cristina Kirchner pretende marcarle la cancha al presidente entrante. No emite mensajes tranquilizadores de una transición en paz y tampoco asume la derrota electoral, sino que en su relato sólo se trata de un virtual empate técnico. Como caja de resonancia, Página 12 tituló el lunes "Un presidente, dos países" y esa tesis es amplificada por el gigantesco aparato paraoficial de medios progubernamentales. La mandataria mandó a callar y a armar un partido para ganar elecciones a la mitad del país que no la había votado en 2011. Ahora, que a esa mitad le tocó triunfar en las urnas, por lo visto tampoco está dispuesta a reconocerle un lugar pleno. La escandalosa sesión en Diputados para aprobar casi cien proyectos a libro cerrado fue otro síntoma de este extraviado período.
Hay un abismo en la estrategia comunicacional de ambos presidentes. Cristina Kirchner no brinda conferencias de prensa; Mauricio Macri la dio a la mañana siguiente de ser elegido. La Presidenta sólo habla en actos oficiales, cadenas nacionales o en entrevistas muy esporádicas y puntuales acordadas con periodistas cercanos al actual poder. El presidente venidero no ha parado de prodigarse en los medios contando todo lo que va a hacer. Cristina Kirchner es kilométrica en sus alocuciones, que llena de inquietantes admoniciones; Mauricio Macri tiende a la síntesis y a no pelearse con nadie.
La Argentina está a las puertas de un viraje trascendental. No hay parto sin dolor.