Fiel a su vieja ceguera política, el kirchnerismo se niega, más allá de las formalidades de rigor, a aceptar lo irremediable. Y lo irremediable, dicho con la cruda lógica política, es que el poder cambió de manos en la Argentina. Raras veces los ballottages se ganan o se pierden por grandes diferencias. Eso sucede sólo cuando uno de los dos contrincantes es una expresión estrafalaria de la política o cuando, al revés, uno es más un mito que un candidato o un político. Ni Daniel Scioli es una figura grotesca de la política ni Macri es una leyenda.

Vale la pena detenerse en el concepto de cambio de manos del poder. Se trata de un instante en el que el ecosistema político registra una importante mutación y que tiene luego un efecto dominó sobre el resto de las instituciones y sobre la propia sociedad. Néstor Kirchner accedió al poder con sólo el 22% de los votos y no se le puede negar el cambio que produjo, desde el mismo momento de su asunción, en los paradigmas de la política argentina. El único requisito de ese cambio fundamental es que la elección haya sido limpia y que las reglas del juego se hayan respetado. Las dos cosas han sucedido en el país el último domingo.

Macri le ganó a Scioli por cerca de tres puntos, pero se convirtió en el presidente elegido con más votos en la historia. Así son los ballottages. El presidente más prestigioso de la democracia chilena, Ricardo Lagos, le ganó la segunda vuelta en el año 2000 al conservador Joaquín Lavín por poco más de dos puntos. En el mismo Chile, diez años después, Sebastián Piñera despojó del poder a la vieja Concertación por poco más de tres puntos, en un ballottage con Eduardo Frei. La misma diferencia que le permitió el año pasado, en Brasil, la reelección a la presidenta Dilma Rousseff en un ballottage con Aécio Neves. Salvo cuando participan personajes muy especiales o en situaciones muy específicas, las segundas vueltas nunca inclinan al electorado hacia un solo lado masivamente. En el ballottage se vota a favor de alguien tanto como se vota en contra de alguien. Las sociedades tienden a polarizarse porque las alternativas se reducen a dos candidatos.

Lagos, Piñera y Rousseff pudieron luego aplicar, en el acierto o en el error, sus propias políticas y hasta cambiar (es el caso de Rousseff) lo que habían prometido durante la campaña. El poder siempre queda en manos del que gana, más allá de cómo haya ganado. Aquí y ahora, Macri ganó con un mensaje de cambio en las políticas interna, externa y económica. Tendrá la posibilidad de aplicar esas políticas sin más condicionamientos que los que surjan de la relación de fuerzas parlamentarias.

La construcción de mayorías parlamentarias será la tarea más permanente del macrismo en el poder. Eso explica la especial atención que le prestó a Elisa Carrió durante todo el domingo; Carrió fue la que abrió la puerta de la coalición que luego se convirtió en Cambiemos. Los gobernadores (y sobre todo los peronistas) volverán a convertirse en protagonistas centrales del juego institucional. Mucho más que el kirchnerismo, cuya derrota desnudó sus falencias, sus errores y sus fantasiosas visiones de la realidad. El propio peronismo (con el aporte oportuno de los jueces que investigan causas de corrupción) será el verdugo del kirchnerismo. Debe reconocerse que Scioli sí tenía a principios de año dos temores. Uno: que María Eugenia Vidal se transformara en un fenómeno electoral en condiciones de ganar la provincia de Buenos Aires. El otro: que una "ola amarilla", como él llamaba al macrismo, terminara por provocar el naufragio del kirchnerismo. Como esa ola no sucedió antes de la primera vuelta, Scioli se convenció de que ganaría en esa ronda. No fue así. La ola ya estaba tomando forma y el domingo terminó de alcanzar el tamaño de una victoria.

Ayer, Macri anticipó ciertas continuidades y algunos cambios fundamentales. Ratificó que continuarán los juicios por los delitos de lesa humanidad en los 70, una "política de Estado", según la definición del presidente de la Corte, Ricardo Lorenzetti. También adelantó que no habrá un superministro de Economía. Ése es un proyecto que, ya durante la campaña, compartía con Scioli. No más ministro de Economía como Cavallo, como Lavagna o como Sourrouille, protagonistas tan centrales del gobierno como el presidente que les tocó. Macri creará un equipo económico de cinco o seis ministros. Lo hará sobre todo porque es consciente de la crisis que heredará y porque cree que de un equipo salen mejores soluciones que de una sola cabeza.

Ratificó también que levantará el cepo cambiario cuanto antes, aunque se cuidó de no decir que será al día siguiente. ¿Por qué no en el día siguiente de su asunción, como había dicho? Porque nadie sabe, a ciencia cierta, cuántas reservas de dólares hay (y, menos aún, cuántas habrá) en el Banco Central. Y porque necesita terminar algunas negociaciones con productores rurales para que liquiden sus exportaciones (se calculan unos 8000 millones de dólares). También debe definir ciertas medidas para que algunos dólares que están fuera del sistema financiero vuelvan a éste. Bancos extranjeros calculan que hay unos 400.000 millones de dólares de argentinos fuera del sistema financiero. Son los que están en el colchón, en cuentas en el exterior, en paraísos fiscales o en silobolsas.

Anunció también un cambio notable en la política exterior del país. Será un crítico insistente de las violaciones de los derechos humanos en Venezuela y le pedirá al Congreso la derogación del acuerdo que Cristina Kirchner firmó con Irán para investigar el criminal atentado contra la AMIA, de cuya autoría intelectual la justicia argentina acusó al propio Irán. La Argentina se aleja del eje bolivariano y se reintegra a Occidente, después de más de una década de aislacionismo y provocaciones en el escenario internacional. Es un cambio sustancial en una política fundamental del país. Esa crucial modificación fue saludada ayer por los principales líderes del mundo.

Con todo, el cambio más notable es ya palpable: el del clima político. Una extendida sensación social de que se terminó la confrontación entre argentinos es fácilmente perceptible en la sociedad. Sólo el kirchnerismo insiste en mostrar un país dividido, tal vez porque necesita un país donde refugiarse. La división sucedió en las urnas, porque así lo impone la mecánica electoral, pero no es necesariamente una división social que perdurará. Entre tantos menesteres, Macri deberá también dedicarse a suturar las heridas políticas y sociales que deja el kirchnerismo.

Hay algo que es necesario decir. Las encuestadoras argentinas deben hacer una autocrítica cuanto antes. Se equivocaron demasiado a favor de Scioli y en contra de Scioli, en contra de Macri y a favor de Macri. ¿Hubo corrimientos sociales de última hora? Puede ser. ¿La campaña del miedo tuvo algún efecto en importantes sectores sociales el mismo día de la votación? También es probable. Pero las encuestadoras deberían tener la capacidad para detectar esos cambios sociales. Para eso están, para percibir a tiempo los movimientos profundos de la sociedad. Todas las agencias de mediciones se equivocaron, incluso cuando midieron la boca de urna. Todas las encuestadoras pronosticaron un triunfo de Macri de entre el 8 y el 11% de los votos. Sólo Hugo Haime previó un resultado con una diferencia de entre 4 y 5 puntos. Aunque tampoco acertó con el resultado final, es el que con más precisión midió al votante argentino. Hasta el oficialismo creyó en el exitismo de esas encuestas. Por eso ayer se ufanaba de una derrota por un margen estrecho. Fue el atajo que eligió para ignorar lo único importante de las elecciones del domingo: que el poder cambió de manos, aunque el kirchnerismo se siga moviendo con los reflejos de una patrulla perdida.