Franco Macri, un italiano de elogio parco, había preparado con detalle y rigor a Mauricio para comandar su holding, y finalmente había anunciado a toda la familia su retiro. Franco quería dedicarse por fin a la vida y al descanso, luego de décadas de intensa brega. Le organizaron una larga y afectuosa despedida, y el grupo se aprestó a recibir las órdenes del heredero.
Pero a poco de andar, Mauricio comenzó a notar que sus ideas por una u otra
razón se desbarataban y que a veces sus directivas eran desoídas en los
distintos niveles. Contrariado por ese misterio, inició una investigación. En el
extremo final de esa madeja se encontró con la mano invisible que seguía
gobernando las compañías: su padre había engañado a todos, sencillamente porque
se había engañado a sí mismo; en realidad, no podía ni quería retirarse.
Nadie se retira de su obra ni de sus sueños. Fue entonces cuando Mauricio Macri entendió que no debía suceder al patriarca ni jugar su juego. Comprendió que debía partir y abrirse camino solo y muy lejos de aquella larga sombra rectora.
La consecuencia de ese empeño personal fue la conquista de Boca Juniors, que gerenció con éxito, para sorpresa de propios y extraños. Carlos Menem se percató de que aquel joven dirigente de fútbol podía ejercer el liderazgo político y creyó percibir en él un distinguido toque popular. Lo llamó y le dijo que podía convertirse en el nuevo conductor del peronismo: le proponía una carrera, tal vez una instrucción, quizás una tutela.
Pero Mauricio no creía en tutelas, en empresas de otros ni en fuerzas tradicionales: declinó la propuesta y siguió por su cuenta y riesgo. Su partido nace de las hogueras de 2001, cuando se instala en la Argentina la certeza de que todos, absolutamente todos habían fracasado. Esa formación es integrada, en primer lugar, por no-políticos, por tecnócratas sin ideología y también por peronistas desencantados. Desde sus inicios, Néstor Kirchner detectó en Mauricio Macri un antagonista peligroso. Hay que reconocerle fino olfato al marido de Cristina, puesto que el resto de la clase política tendía entonces a subestimar fuertemente al ingeniero. Néstor mandó a hostigarlo día y noche sin piedad. Eran las remotas épocas de la transversalidad y el ex presidente soñaba con colocar al kirchnerismo en la centroizquierda del tablero.
Necesitaba, para su malogrado propósito, instalar enfrente a un Aznar de
bajas calorías, un centroderechista de referencia pero con partido vecinal, el
enemigo deseado, un mero sparring para el campeón. Pero había que vigilarlo de
cerca, no fuera que el pibe creciera y les pegara un buen susto.
Macri se entrevistaba con todo el arco y trataba de aprender el oficio, pero caía a veces en la tentación de transformarse en lo que Néstor pretendía. Aunque de vez en cuando emitía mensajes de simple profesionalismo gestionario, de desprejuicio total y de insólitos desmarques: era mucho más liberal que conservador, confraternizaba con peronistas y con progres, y coincidía punto por punto con la defensa republicana de los radicales. Alguna vez señalé en este diario que si Pro no se inscribía en una tradición, por default siempre sería la reencarnación de Álvaro Alsogaray. Un jovencísimo Marcos Peña me vino a ver al café Roma: estuvo discutiendo conmigo una hora y media sobre la imposibilidad de adoptar tradición alguna y sobre la importancia de fundar algo completamente nuevo. Sin mentores, ni liturgias, ni pasado. No me convenció, aunque me hizo sentir un poco viejo.
La conversación siguió en la oficina de Jaime Durán Barba: el gurú aceptaba únicamente la chance de que Mauricio reivindicara a Arturo Frondizi, brillante estadista fallido e ídolo máximo del ingeniero. Puertas adentro, Pro gozaba con su carácter incómodo e inclasificable. Un partido del siglo XXI que construía de abajo hacia arriba, que resistía las categorizaciones clásicas y que, por lo tanto, los veteranos no alcanzábamos a decodificar.
Cuando ganó las elecciones de 2011, la Presidenta lo llamó por teléfono a Mauricio y le dijo: "Te felicito, ahora quedamos vos y yo". Scioli no entraba en su horizonte. Menem, Néstor y Cristina: los tres líderes peronistas vislumbraron que ese advenedizo venía para quedarse y que estaba para las grandes ligas.
La chavización que operó la patrona de Balcarce 50 empujó luego a Macri hacia el radicalismo y hacia el peronismo disidente, colectivos en los que encontró interlocutores y coincidencias. Nunca se sintió parte de una lucha entre peronistas y antiperonistas, ni entre progresistas y neoliberales. Siempre pensó, al igual que Laclau y Sebreli, que la disyuntiva del momento era populismo o república. La construcción del Frente Cambiemos obedece a esas coordenadas candentes.
Pro se atrevió, durante esta década, a disputar con el peronismo los segmentos más carenciados del país, y esto resultó toda una novedad. Se equivocan quienes afirman que el triunfo de Macri despertó la alegría de los más pudientes y las lágrimas de los más postergados. Eso hubiera sido muy conveniente para el folklore justicialista, donde está grabada para siempre la famosa anécdota de Ernesto Sabato en 1955, cuando los doctores celebraban la caída de Perón y las modestas empleadas lloraban en la cocina. Nada de eso ocurrió esta vez: María Eugenia Vidal destronó a la corporación del conurbano al captar el voto de los pobres.
Durante la feroz campaña del miedo que instrumentó la Casa Rosada en las últimas dos semanas, pudo constatarse que en muchos hogares de clase media alta y decididamente alta los jóvenes empleados del Estado o estudiantes universitarios se plegaban al antimacrismo, mientras las mujeres dedicadas a la limpieza (todas habitantes del conurbano profundo) no sólo votaban por Macri, sino que colocaban su triunfo en la cadena de oraciones de sus parroquias. No se puede llegar a la Presidencia de la Nación sin el voto de los más humildes en un país que tiene 14 millones de personas bajo la línea de la pobreza.
Los kirchneristas se equivocaron al no combatir al verdadero Macri, sino a la caricatura fantasmal que ellos mismos habían inventado: lo acusaban de hablarles a los ricos (cuando lo oían también los pobres), de defender la dictadura (cuando jamás tuvo nada que ver con ella) y de ser un privatizador serial (cuando en la ciudad llevó a cabo una política de Estado presente). También se equivocó el Gobierno al decir que era el candidato del establishment: varios miembros del "círculo rojo" quisieron presentarle su pliego de condiciones y Macri, sin complejos y porque los conoce de sobra, los sacó carpiendo. Scioli, en cambio, les otorgaba de antemano todo lo que le pedían. Vaya paradoja.
El triunfo de anteayer es en cierta medida revolucionario: demuestra que un argentino puede crear de cero un partido político, ganar un bastión importante, gestionarlo contra viento y marea, articular desde allí una alianza nacional y quedarse con el premio mayor. Nadie lo había logrado. Mauricio Macri deberá probar ahora que es capaz también de robustecer la gobernabilidad, administrar generosamente la coalición, negociar las políticas de Estado, restaurar las instituciones, desarmar la bomba económica sin que los carenciados sufran. Y eludir las conjuras destituyentes que siempre acechan a los mandatarios no peronistas.
No bastará, para semejante desafío, con su épica personal ni con su partido inclasificable. El ingeniero construyó pieza por pieza un prototipo, que funcionó a escala local. Necesitaremos verlo evolucionar en las pistas del gran escenario para saber si levanta vuelo. Habrá que vigilarlo de cerca y criticarlo sin empachos si se equivoca, dado que en sus manos quedó la chance de una alternancia, la renovación peronista y la recreación del sistema de partidos políticos.
Lo que hay en juego es mucho más que la epopeya de un hijo desafiando el ardid de su padre. El partido único de poder, momentáneamente derrotado, espera un error para volver y quedarse para siempre.